El Adolescente en la literatura. La vida desconocida


 

La vida desconocida

G. Martin Garzo.
Escritor y psicólogo clínico. Valladolid.

 

Adolescere 2016; IV (2): 93-101

 

Cuando Carson McCullers publicó Frankie y la boda aun no había cumplido treinta años de edad. Su novela anterior, Reflejos en un ojo dorado, había obtenido un enorme éxito y apenas había necesitado un par de meses para escribirla. Era ya una escritora muy conocida y su mundo punzante, desesperanzado y profundamente poético había obtenido el reconocimiento de críticos y lectores. Tennesse Williams, su gran amigo, dijo que era la más grande novelista viva en Norteamérica, y el crítico Edith Sitwell escribió que su obra era el legado de una escritora trascendental. La escritura de Frankie y la boda fue extremadamente complicada y la hizo sufrir extraordinariamente. Es una novela de apenas doscientas páginas y tardó cinco años en terminarla, en los que tuvo que enfrentarse a todo tipo de problemas personales: su enfermedad, su divorcio, y el clima asfixiante de un mundo en guerra.

La novela tiene protagonista a una chica de doce años. Alguien que está a punto de dejar la infancia e ingresar en el mundo oscuro e incierto de los adultos. La historia transcurre en un pueblo del sur de los Estados Unidos de América, y gira básicamente sobre tres personajes: Frankie, su primo John Henry Wes, un niño de seis años que se pasa los días en su casa, y Berenice, la criada negra de la casa, con la que tienen largas conversaciones en la cocina. Es un mundo en el que no pasa nada, y Frankie se siente separada de cuanto la rodea, porque todo lo que hasta entonces ha llenado su vida ha perdido su sentido y hasta sus antiguas amigas, que son un poco mayor que ella, le dan la espalda. Como tantos adolescentes a esa misma edad, Frankie no sabe qué hacer con su vida.

Estas son las primeras palabras del libro: Sucedió en aquel verano verde y revuelto en que Frankie cumplió los doce años. Aquel verano hacía mucho tiempo que Frankie no era miembro de nada; no pertenecía a ningún club ni pertenecía a nada en el mundo. Frankie, por entonces, era una persona suelta que vagabundeaba por los portales, atemorizada. En junio, los árboles eran de un verde brillante y deslumbrador, Pero más tarde las hojas se oscurecieron y el pueblo pareció ennegrecerse y encogerse bajo la luz cegadora del sol. Al principio, Frankie paseaba haciendo una cosa u otra… Sus secretas congojas le valdrían quedarse en casa: y en casa sólo estaban Berenice Sadie Brown y John Henry West. Los tres se pasaban el tiempo sentados alrededor de la mesa de la cocina, diciendo una y otra vez las mismas cosas, de modo que, al llegar a agosto, las palabras empezaban a rimar unas con otras y a adquirir extrañas resonancias… Todas las tardes el mundo parecía morir y cesaba todo movimiento. Al fin, el verano era como un enfermizo sueño verde, o como una absurda jungla silenciosa bajo una campana de cristal.

Pero una noticia irrumpe en ese fuera del tiempo. Su hermano mayor, con el que ha jugado hasta su ingreso en el ejército, les anuncia en una carta que va a casarse y que ese fin de semana les visitará con su prometida. Todo cambia a partir de entonces para Frankie, y la boda de su hermano se convierte en el centro secreto de sus fantasías. Y toma una decisión: irá a esa boda con el resto de su familia, pero jamás regresará al pueblo, ya que convencerá a su hermano y a su nueva esposa que le lleven con ellos a ese mundo nuevo en el que van a vivir.

Según parece la idea de la novela surgió de algo que le había sucedido a la autora a una edad semejante a la de su personaje: el abandono de su profesora de piano y su familia, a causa de su traslado a otra ciudad. La joven McCullers se sintió separada de los que amaba más y condenada a un destino de exclusión y de soledad, que trataría de conjurar a través de la escritura. Pues no es otro el significado simbólico de la boda del hermano: la posibilidad de acceder a una vida hecha a la medida de nuestros deseos. No me gustaría vivir sin escribir, dijo una vez la escritora. La escritura no es solo mi modo de ganarme la vida, es como me gano mi alma. Y también Frankie aspira a ganarse su alma al asistir a esa boda que la permitirá abandonar el triste mundo en el que vive.

En todos los adolescentes hay fantasías así. Fantasías con las que esperan transformar la vida que tienen en algo hecho a la altura de sus deseos. Y es el deseo y su poder para abrirnos las puertas de una vida nueva, el centro de esta hermosa novela. Una novela que habla de aquello a lo que todos los niños deben enfrentarse al crecer. El abandono de lo que hasta ese momento ha sido su vida, para ingresar en un mundo, el del adulto, que les atrae y confunde a la vez. Frankie estaba tan crecida, aquel verano, que ya no podía andar por debajo del emparrado como siempre había hecho. Otras criaturas de doce años seguramente podrían todavía pasear por allí debajo y hacer teatro y divertirse. Incluso señoras mayores que fueran bajitas podrían pasar bajo las ramas; pero Frankie ya era demasiada alta; aquel año tenía que quedarse dando vueltas y mirar desde fuera como los mayores.

Personajes que se quedan sin mundo, el sentimiento de no pertenencia y de exclusión social y personal, el despertar oscuro de una sexualidad que no siempre se ajusta a los modelos de la sociedad en que vive (ella misma luchó toda su vida por defender su homosexualidad), y sobre todo la necesidad de amar y de ser amada, estos serán los temas centrales de la obra de Carson McCullers. Casi todos los personajes centrales de sus novelas son seres excéntricos, desheredados o parias, que se ven obligados a sobrevivir en una espantosa soledad espiritual, y para quienes la vida apenas resulta comprensible. Todos los adolescentes se sienten así. Todos deben aprender a convivir con un cuerpo extraño, que no les pertenece enteramente y con el que tantas veces no saben qué hacer. Todos se sienten un poco como esos fenómenos que en otros tiempos se exhibían en las ferias y que llevaban en sus propios cuerpos la causa de su marginación. Gigantes, mujeres barbudas, siamesas, enanas y otras criaturas con diversas deformidades, que tenían que vivir con un cuerpo que no parecía tener espacio en este mundo. En Frankie y la boda hay un momento en que Frankie se queda mirando los presos que se asoman a las ventanas de la cárcel para entretener sus horas de soledad. A menudo –puede leerse- había presos agarrados a los barrotes, y le parecía que sus ojos, como los ojos de los fenómenos de la feria, le llamaban como diciéndole: Te conocemos.

Es decir, Frankie no se siente tan distinto a ellos, pues le parece que también su vida está marcada por el mismo destino de exclusión y de soledad que caracteriza la vida de esos seres encerrados. No es raro que sea así, pues ese cuerpo cautivo y deforme es el símbolo del cuerpo marcado por la sexualidad. Todos los adolescentes deben cargar un cuerpo así, un cuerpo marcado por esa falta que es su sexualidad. Una hoja cuya rama no existe, un mundo cuyo cielo no existe, una pregunta cuya respuesta no existe, escribió Cernuda que era el deseo. Una pregunta cuya respuesta nadie sabe. El deseo del hombre es una enfermedad porque nos enfrenta a cuanto desconocido hay en los seres que amamos y en nosotros mismos.

Es lo que le pasa a la Sirenita, la protagonista del célebre cuento de Andersen. Ve al marinero, y al enamorarse deja de ser alguien que se confunde con las olas, con las fuerzas desmesuradas del mar, y aspira a transformarse en una muchacha real. Es decir, en alguien que es portador de un corazón. Pero para hacerlo debe perder su voz y soportar el dolor de sus piernas, ya que tener un corazón nos hace enfermar. Eso es estar enfermo, no poder dejar de preguntar, sentir que algo nos falta y que tenemos que empezar a buscarlo. Y el corazón es el lugar del extrañamiento, de la apertura hacia el otro.

Pero estos problemas con el sexo tienen un origen más antiguo, ya que la sexualidad no pertenece solo a este periodo sino que también está en los niños, aunque a los adultos les cueste reconocerlo. Las relaciones de padres e hijos están fuertemente erotizadas, pero lo genital aparece excluido de ellas. El niño percibe enseguida que hay una zona de su cuerpo, ese cuerpo por otra parte entregado tantas veces a los juegos y a las caricias más atrevidas, que sus padres eluden tocar. Puede que sea esa la primera, y más decisiva revelación que va a tener acerca del sexo, la de un cuerpo escondido, un cuerpo que las caricias y besos de sus padres hacen surgir de la sombra, pero con el que éstos eluden relacionarse porque es portador de una prohibición.

Si los padres se angustian ante el despertar sexual de sus hijos es porque temen la irrupción en el ámbito familiar de ese cuerpo tan adorable como terrible. Un cuerpo contradictorio al que la sexualidad hace hablar y callar a la vez. Ese silencio es su joroba, pues sobre el cuerpo marcado por el deseo sexual siempre pesa la amenaza de una desfiguración. El sexo es la joroba del cuerpo; su botín y su culpa. Los niños metidos en asuntos peligrosos son por eso como jorobaditos y no es raro que los padres tengan que apartar la vista cuando ven crecer a sus hijos y asisten al despertar de su vida sexual, porque el sexo nos relaciona con lo extraño, con esa zona de nosotros mismos y de los demás que escapa a nuestra razón. Nos hace entrar en los dominios del lobo, que es lo que le pasa a Caperucita cuando desobedeciendo a su madre se olvida de su abuela y toma el camino del bosque.

En Jack y las habichuelas mágicas, un niño cambia su vaca por unas habas mágicas. Estas crecen durante la noche y le permiten escalar por sus troncos a un reino más allá de lo real. Es un reino habitado por un ogro insaciable que al percibir el olor sabroso de su cuerpo le busca para comérselo. Pero ese mundo guarda la sorpresa inesperada de la gallina de los huevos de oro. Jack logra arrebatársela al ogro y llevarla consigo cuando regresa, con lo que asegura la prosperidad de los suyos. El reino de las brujas, de los ogros y de los lobos devoradores, simboliza en los cuentos algo más que el mundo primario y caótico del instinto, es también el mundo de las riquezas de la infancia y la adolescencia. En él se guardan los tesoros del deseo, del hambre de vivir. Por eso Caperucita hace caso al lobo y en vez de irse derecha a la casa de su abuela, como le ha advertido su madre, elige el camino más largo y se interna en el bosque en busca de esos tesoros.

Los niños pequeños todo se lo llevan a la boca, todo se lo quieren comer. Si tuvieran más fuerza, una mandíbula más poderosa serían criaturas terribles que todo lo devorarían. No es extraño que les guste Caperucita roja, ni que esperen sobre ascuas el momento en que el lobo, tras comerse a la abuela y ponerse su camisón, recibe a Caperucita en la cama. La escena en que esta le pregunta a su abuela por la razón de que sus orejas, sus ojos y sus narices sean tan grandes, es sin duda no de los momentos más gozosos y maravillosamente perversos del mundo del cuento. Nadie ha podido superar una escena así. “¡Para comerte mejor!”, exclama finalmente el lobo ante la pregunta de por qué tiene una boca tan grande. Y para el niño este es un momento a la vez de terror y de indescriptible felicidad. De terror, porque está a punto de cometerse un crimen atroz; de felicidad, porque la comida tiene que ver con el deseo, y de hecho él no ha hecho sino alimentarse del cuerpo de su madre. La boca es uno de los órganos esenciales del deseo, y por eso uno de los juegos preferidos entre una madre y su hijita es jugar a comerse la una a la otra.

Pero el cuento no termina con ese atracón. En la versión de los hermanos Grimm, un cazador descubre al lobo, lo mata, y al abrir su barriga devuelve a la vida a la abuelita y Caperucita. El final feliz es mucho más que un apaño tranquilizador. La madre que cuenta este cuento a su hija sabe que en su interior hay un lobo, un lobo que toma posesión de él ciertas noches de luna llena. O dicho de otra forma, que el lobo vive en su propio corazón y que tiene que ayudarle a vencerle. ¿Solo a vencerle? No solo, pues sin el lobo no hay festín, y sin este no es posible el amor. Caperucita es una mediadora entre la casa, el mundo de la razón; y el bosque, el mundo del instinto.

El cuento de los hermanos Grimm les enseña a niños que al llegar su pubertad deberán desconfiar del lobo, pero también aprender a escucharle y seguir el camino del bosque. El bosque es una metáfora de nuestro propio corazón, de sus rarezas, de sus peligros, de sus ocultas riquezas. En el bosque está la casa de la abuelita, pero también la oscuridad de la noche, la amenaza de las alimañas, los peligros de lo desconocido. La casa es la parte habitable, nuestra razón, nuestro pequeño yo; el bosque, esa desmesura que en los mitos habitan los dioses caprichosos y oscuros: el mundo de nuestros instintos, de nuestros apetitos más primarios, de todo lo que somos pero no nos atrevemos a reconocer. El lobo forma parte de ese corazón desmesurado. Es el niño mismo, pero con el rostro deformado por sus deseos, y esa es la razón de que Caperucita no se sorprenda al verle ocupar el lugar de la abuelita. La jeta del lobo es el rostro de la abuelita deformada por la oscuridad del deseo.

Tal es la enseñanza del cuento: no dejes que ese mundo instintivo tome posesión de ti, pero tampoco te separes por completo de él, si lo haces perderás el deseo de vivir. El cuento de Caperucita roja nos enseña que es posible meter al lobo en la casa. Eso es lo que significa el lobo disfrazado de abuelita, que necesitamos los cuentos para que el deseo viva en nosotros sin hacernos daño. La escena de la cama de Caperucita, es la escena de todos los amantes en la unión sexual. Se devoran el uno al otro y milagrosamente quedan intactos. Han transformado el sexo en gozo humano; es decir, en palabras: en un cuento. ¡Y ay de ellos si no lo hacen!

Cuando Carson McCullers tiene 24 años, una conocida revista de entonces le pregunta por los libros que más han influido sobre su vocación de escritora. Y ella les cuenta una historia. Aún es una niña y compra un libro a su hermano pequeño, como regalo de Navidad. Se titula El niño perdido, y su hermano no debe de encontrar gran placer leyéndolo pues enseguida lo abandona. Pero hace una cosa. Recortar sus páginas hasta formar un agujero cuadrado en el centro, de forma que a pesar de que el libro conserva un aspecto normal, en su interior hay un hueco donde guarda una moneda de un centavo y un asno de plomo. Carson McCullers se lo encuentra así la tarde en que quiere leerlo. No es un libro enteramente para niños, y desde la primera página siente que va a pasar algo espantoso. Hay una escena al borde de un estanque entre un tonto de pueblo y una criada, escena que tiene como consecuencia un bebé. Y Carson McCullers escribe: La clave de aquellos acontecimientos desconcertantes parecía haberse perdido en el vacío del agujero central, haciendo mi lectura completamente desquiciante. Durante tres días estuve enviscada en aquel enigma, con una especie de curiosidad escalofriante. Aquel era mi primer contacto literario con el sexo, y durante mucho tiempo lo he asociado con las criadas y los asnos de plomo.

Casi todos los personajes centrales de Carson McCullers son hombres y mujeres que se enfrentan a cosas así. Seres excéntricos, desheredados o parias, que se ven obligados a sobrevivir en una espantosa soledad espiritual, y para quienes la vida apenas resulta comprensible. Pero su tema central es el amor, su frustración y fracaso. Y el amor nos aporta el instante de iluminación, pero también nos debilita y confunde, pues reúne en las orillas de los estanques a seres amantes de la risa y de las más inconcebibles delicadezas, y surgen bebés insaciables y dolores y carcajadas nuevas que muy pronto habrán llenado de agujeros el tejido del mundo. Por eso el adolescente necesita el amor, porque hace que el bosque se transforme en un jardín y el lobo en una abuelita complaciente: el amor pone una caperuza roja en su cabeza. Tal es la paradoja de los cuentos, que cuanto más locos y maravillosos son más razonables vuelven a quienes los escuchan, como si la razón fuera el fruto más delicado del jardín de las hadas.

Y la búsqueda de esa razón de amor es una de las búsquedas esenciales de la adolescencia. Frankie ve en la boda de su hermano con su guapa novia la posibilidad de formar parte de una comunidad donde esa razón sea posible. Ella busca lo que llama el nosotros de mí. Todos los adolescentes lo buscan, por eso se reúnen en grupos, forman pequeñas bandas con las que se enfrentan a las demandas del mundo. Viven buscando ese nosotros que les haga dejar de sentirse solos, y proyectarse en una comunidad de iguales.

Sí, porque más allá de su aparente rudeza, de los problemas que tantas veces plantea en su entorno, el adolescente suele ser alguien que no se resigna a vivir en un mundo injusto y que ve su propia vida ligada a la vida de los demás. Es lo que le pasa a Frankie y por eso rechaza un mundo donde no sea posible algo así. Su candor al buscarlo, y esperar un cambio en su vida al asistir a la boda, recuerda al candor con que los niños miran el mundo. No es extraño ya que tanto los niños como los adolescentes viven en la ilusión. Y la ilusión nos hace ver el mundo como un lugar lleno de señales, de misterios que nos están destinados. Una entrega encantada, así definió Ortega el amor. Es lo que siente Daniel, el Mochuelo, en El camino, cuando contempla el valle bajo el influjo de su adoración por la Mica. Si La Mica se au­sentaba del pueblo, el valle se ensombrecía a los ojos de Da­niel, el Mochuelo, y parecía que el cielo y la tierra se tornasen yermos, amedrantadores y gri­ses. Pero cuando ella regresaba, todo tomaba otro aspecto y otro color, se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más incitante el verde de los prados y hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bar­dales, una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía, en­tonces, como un portentoso re­nacimiento del valle, una acen­tuación exhaustiva de sus posibilidades, aromas, tonali­dades y rumores peculiares. En una palabra, como si para el valle no hubiera ya en el mundo otro sol que los ojos de La Mica y otra brisa que el viento de sus palabras.

Porque en realidad lo que no quieren tanto Frankie como Daniel el Muchuelo, es lo mismo que lo de todos los adolescentes del mundo: vivir en un mundo sin amor. Y es verdad que cuando se habla de los adolescentes se suele poner el énfasis en los hechos más visibles y conflictivos de su conducta, pero se olvida que el adolescente suele buscar, incluso por encima de la libertad, el sueño de un mundo más justo y fraterno. El corazón de una sociedad es la ley, el de una comunidad es el amor, dijo Roberto Rossellini. Al adolescente no le basta con ser libre, quiere ser amado. Por eso busca la compañía y el respeto de sus iguales.

El escrito judío Amos Oz tiene un libro en que cuenta la historia de su familia. Se titula Una historia de amor y de oscuridad. Es la historia de sus padres y abuelos, de sus vicisitudes por la Europa de antes de la guerra, y de su llegada a Israel, donde se conocen y finalmente nace él. Es hijo único y se pasa los días rodeado de mayores. Y nos cuenta cómo son, y toma nota de sus palabras y sus gestos. Nos habla del amor al estudio de su padre, al que siempre recuerda rodeado de libros; y, sobre todo, de su madre, que le rodea de historias cálidas llenas de fantasía. Y cómo un día, sucede algo inesperado y terrible que acaba con ese mundo perfecto.

A Amos Oz le complace compararse con un tendero. Su oficio, nos dice, consiste en acudir a su tienda todos los días y levantar sus postigos. Eso es ser escritor para él, tener una tienda humilde, y atender a los que entran en ella. Una tienda llena de palabras que cualquiera puede tomar y llevarse consigo, de la misma forma que nos llevamos las legumbres, el azúcar o el té de los puestos del mercado. Una tienda donde satisfacer esa necesidad tan humana de ponernos en el lugar de los otros y aprender a escucharlos y a mirar por sus ojos.

En Una pantera en el sótano, una de sus novelas, un niño israelí se hace amigo de un sargento de policía inglés. Son los tiempos de la ocupación, y los otros niños le acusan de estar traicionando a su pueblo. Pero a él le gusta estar con ese sargento, que es apacible y bondadoso, y aprende que la traición tiene que ver con el amor, pues “si no amamos ¿cómo podemos traicionar?”, pero también que el que ofrece piedad termina encontrando piedad. Al final de la novela una chica va a la casa del niño a cuidarle esa noche. El niño la ha visto desnudarse desde la terraza, lo que le avergüenza y le hace temer que le haya podido descubrir. Ella se queda a su lado esa noche porque los padres del chico han tenido que viajar a otra ciudad y le han pedido que lo cuide mientras están fuera. La muchacha le prepara una sabrosa cena y, cuando se ponen a hablar, el chico descubre que ella sí sabe que la ha estado espiando, pero que no le importa que lo haya hecho y hasta que le parece normal que quiera verla desnuda, pero que a partir de ahora se limitará a bajar la persiana de su cuarto cuando se vaya a acostar. Y le dice que lo que más le gusta de él es que “en un mundo donde casi todos son generales o espías él es un niño de palabras”, y que le den lo que le den, “siempre se comporta como si le hubieran dado un regalo, como si le hubiese ocurrido un milagro”. Y aún añade otra cosa: que todos los problemas que tenemos en la vida surgen porque no sabemos pedir. “En la vida real, la mayoría de la gente pide toda clase de favores pero los pide mal. Luego dejan de pedir, pero se ofenden y te ofenden. Empiezan a acostumbrarse, y una vez que se han acostumbrado ya no hay tiempo. La vida se acaba”.

Los libros de Amos Oz están llenos de niños y muchachas que no dejan de pedir. Piden palabras a las cosas; a los seres que quieren que nunca les abandonen; a los animales que regresen del bosque. Piden a los vestidos que vuelen a su alrededor, a los helados que iluminen sus labios, al agua que dé a su piel el aroma de la hierba. Tampoco las protagonistas de Las vírgenes suicidas dejan de pedir cosas a la vida, como suelen hacer por otra parte todas las adolescentes del mundo. Son cinco guapas hermanas, de trece, catorce, quince, dieciséis y diecisiete años, que en apenas unos meses deciden quitarse la vida. Nos cuentan su historia los chicos del barrio que las vieron crecer. Han jugado con ellas en calles y parques, han sido sus compañeros de clase y sus primeros amores y no pueden entender qué las ha llevado a tomar una decisión así. La noticia de su muerte marca sus vidas para siempre. Veinte años después todavía siguen hablando de su misterioso y terrible final. Conservan informes médicos y policiales, fragmentos de diarios, fotografías, restos de aquel mundo que compartieron con ellas, y cuando se reúnen hablan de lo que pasó y tratan de entender la razón que las llevó a suicidarse.

Se trata de la primera película de Sofía Coppola, basada en la novela del mismo título de Jeffrey Eugenides, uno de los más grandes escritores norteamericanos actuales. Las vírgenes suicidas es una obra llena de humor y ternura, que indaga en el secreto de la feminidad, el deseo y la muerte; una novela sobre esa belleza indisociable del dolor que es uno de los misterios más hondos de la existencia humana. En una de sus primeras escenas el doctor visita a Cecilia, la pequeña de las hermanas, después de su primer intento de suicidio, y le pregunta: “¿Que haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida…” La respuesta de la niña no se hace esperar. “Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años”.

La película de Sofía Coppola habla de esa eterna disociación entre la realidad y el deseo que no ha dejado de torturar a los hombres, y que es sin duda el descubrimiento más doloroso a que se tienen que enfrentar los adolescentes en su tránsito hacia la edad adulta. Todos deben aceptar que esa vida a la que se encaminan es demasiada estrecha para albergar los anhelos que albergan en su interior. Tal es la enseñanza de la película de Sofia Coppola: la muerte de las tiernas vírgenes no se debe a un rechazo de la vida sino a un exceso de amor. Aman tanto la vida que no pueden soportar la idea de que esa verdad que ocultan nunca llegue a ser real.

Walter Benjamin dice que uno de los problemas del mundo actual es la pobreza de la experiencia. “Así como fue privado de su biografía, escribe Giorgio Agamben glosando al autor alemán, al hombre contemporáneo se le ha privado de su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo”. La banalidad de nuestra vida se confunde con la banalidad de gran parte de la cultura y el mundo que nos rodea. Viajamos sin descanso, acudimos a museos y exposiciones, leemos libros que compramos precipitadamente en las librerías de aeropuertos, estaciones y grandes almacenes, para abandonar al momento en cualquier rincón, asistimos a grandes eventos deportivos, pero nada de esto tiene el poder de cambiarnos. Regresamos de nuestros viajes cargados de fotografías que nada significan; las lecturas pasan por nuestra vida como las hojas vanas de los calendarios; abandonamos las salas de las museos tan ciegos y somnolientos como habíamos entrado; y pasamos de unas historias a otras sin que ninguna deje en nuestros labios unas pocas palabras que merezca la pena conservar. Para enfrentarnos a ese vacío, nos hemos rodeados de expertos, comentaristas y guías de todo tipo que nos dicen cómo debemos comportarnos. Hay guías turísticas, de lectura, guías sobre cómo enfrentarnos a nuestros fracasos sentimentales. Si vamos a una ciudad, nos explican los itinerarios que tenemos que seguir; si entramos en un museo, los cuadros ante los que debemos detenernos; en nuestra vida afectiva, cómo evitar el sufrimiento; si se trata de nuestros hijos, cómo comportarnos para que nos dejen dormir. Todo debe ser fácilmente sustituible, nuestras lecturas, nuestros amantes, las ciudades que visitamos, las salas de los museos. Los hombres y las mujeres actuales viven sin apenas poner límites a sus deseos, y sin embargo pocas veces han tenido menos cosas que contarse y que desear de verdad. La ausencia de relatos define su convivencia, y la política actual es el ejemplo más visible de esta dolorosa carencia. La crisis de la cultura del relato oculta, una crisis más honda: esa pobreza de la experiencia de que habló Benjamin. Y la experiencia tiene que ver con la palabra y el relato, pues vivir es encontrar cosas que contar y compartir: el cuento de nunca acabar. La literatura es el trabajo de la ostra: toma un instante en apariencia banal y lo transforma en algo que tiene el poder de revelar lo que somos. Por eso dice Proust que “la verdadera vida, la única vida realmente vivida es la literatura. Gracias a ella se nos revela el mundo. Sin la literatura, nuestra propia vida nos sería desconocida”.

Los griegos tenían dos dioses del tiempo: Cronos y Kairós. Cronos era el dios del tiempo cronológico, cuantitativo, el tiempo de los calendarios y de los días que se suceden sin destino. Kairós, el dios de lo vivido, de los instantes únicos. La cultura tiene que ver con este dios de la experiencia del momento oportuno. El alma de un pueblo está en los relatos que guardan la memoria de tales momentos de epifanía. Troya es la locura visionaria de Casandra, el temblor de Paris en los brazos de Helena, la desesperación de Príamo ante la muerte de Héctor. Es un mundo que ha dejado de pertenecernos, y basta con ver los monumentos que presiden nuestras calles y plazas. Generales de dudosa reputación, políticos rancios, alegorías simples, escritores y pintores sin demasiado interés: un mundo cuyas historias nadie recuerda, es todo lo que tenemos. Para volver a hablar necesitamos recuperar la memoria de los bellos relatos. Sherezade, así, podría tener una estatua a la entrada de las bibliotecas; el capitán Achab, en las dársenas de los puertos; y Eros y Psique, en las zonas más umbrías de los parques. La figura de Tom Sawyer podría acompañar a los adolescentes en sus paseos en barca, y la de Mowgli a las familias que van al mercado a comprar. “Tenemos la misma sangre tú y yo”, les decía el niño lobo de El libro de la selva a los animales. Se me objetará que son personajes de ficción, pero ¿qué es la ficción sino el esfuerzo de explorar la verdad? El hombre no puede alimentarse sólo de realidad. Necesita relatos que le permitan transformar las pequeñas circunstancias de su vida en algo significativo y precioso que pueda compartir con sus vecinos. Por eso es tan decisiva la cultura. Si la comparamos con una hoguera lo que importa, como decía Benjamín, no es hablar de la madera que la alimenta sino del misterio de la llama que la hace arder. Sólo ella “custodia un enigma: el de la vida”. Avivar esas llamas es lo que necesitamos. Lejos de los magnos eventos, de los congresos anunciados a bombo y platillo, de las inauguraciones llenas de autoridades somnolientas y de los tristes manuales de autoayuda, la verdadera cultura es algo tan simple como preguntarse qué oculta el corazón de una niña de trece años.

Y todo esto, claro, tienen que ver con un problema anterior, el problema de cómo educamos a nuestros hijos, cuando aun son niños. En una ocasión, alguien le preguntó a Gabriel García Márquez acerca de la educación los niños. “Lo único importante, le contestó el autor de Cien años de soledad, es encontrar el juguete que llevan dentro”. Cada niño llevaría uno distinto y todo consistiría en descubrir cuál era y ponerse a jugar con él. García Márquez había sido un estudiante bastante desastroso hasta que un maestro se dio cuenta de su amor por la lectura y, a partir de entonces, todo fue miel sobre hojuelas, pues ese juguete eran las palabras. Es una idea que vincula la educación con el juego. Según ella, educar consistiría en encontrar el tipo de juego que debemos jugar con cada niño, ese juego en que está implicado su propio ser.

Pero hablar de juego es hablar de disfrute, y una idea así reivindica la felicidad y el amor como base de la educación. Un niño feliz no sólo es más alegre y tranquilo sino que es más susceptible de ser educado, porque la felicidad le hace creer que el mundo no es un lugar sombrío, hecho sólo para su mal, sino un lugar en el que merece la pena estar, por extraño que pueda parecer muchas veces. Y no creo que haya una manera mejor de educar a un niño que hacer que se sienta querido. Y el amor es básicamente tratar de ponerse en su lugar. Querer saber lo que los niños son. No es una tarea sencilla, al menos para muchos adultos. Por eso prefiero a los padres consentidores que a los que se empeñan en decirles en todo momento a sus hijos lo que deben hacer, o a los que no se preocupan para nada de ellos. Consentir significa mimar, ser indulgente, pero también, otorgar, obligarse. Querer para el que amamos el bien. Tiene sus peligros pero creo que estos son menos letales que los peligros del rigor o de la indiferencia.

Y hay adultos que tienen el maravilloso don de saber ponerse en el lugar de los niños. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para desear conocerle y querer acercase a su mundo. Y la habilidad en tratar a los niños sólo puede provenir de haber visitado el lugar en que estos suelen vivir. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a los pequeños cosas que no están condiciones de hacer. ¿Pediríamos a un pájaro que dejara de volar, a un monito que no se subiera a los árboles, a una abeja que no se fuera en busca de las flores? No, no se lo pediríamos, porque no está en su naturaleza el obedecernos. Y los niños están locos, como lo están todos los que viven al comienzo de algo. Una vida tocada por la locura es una vida abierta a nuevos principios, y por eso debe ser vigilada y querida. Y hay adultos que no sólo entienden esa locura de los niños, sino que se deleitan con ella. San Agustín distinguía entre usar y disfrutar. Usábamos de las cosas del mundo, disfrutábamos de nuestro diálogo con la divinidad. Educar es distinto a adiestrar. Educar es dar vida, comprender que el dios del santo se esconde en la realidad, sobre todo en los niños.

En El guardián entre el centeno, el muchacho protagonista se imagina un campo donde juegan los niños y dice que es eso lo que le gustaría ser, alguien que escondido entre el centeno los vigila en sus juegos. El campo está al lado de un abismo, y su tarea es evitar que los niños puedan acercarse más de la cuenta y caerse. “En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos”. El adolescente protagonista de la novela de Salinger no les dice a los niños que se alejen de allí, no se opone a que jueguen en el centeno. Entiende que esa es su naturaleza, y sólo se ocupa de vigilarlos, y acudir cuando se exponen más de lo tolerable al peligro. Vigilar no se opone a consentir, sólo consiste en corregir un poco nuestra locura.

Creo que los padres que de verdad aman a sus hijos, que están contentos con que hayan nacido, y que disfrutan con su compañía, lo tienen casi todo hecho. Sólo tienen que ser un poco precavidos, y combatir los excesos de su amor. No es difícil, pues los efectos de esos excesos son mucho menos graves que los de la indiferencia o el desprecio. El niño amado siempre tendrá más recursos para enfrentarse a los problemas de la vida que el que no lo ha sido nunca.

En su libro de memorias Esther Tusquets nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella piensa que el niño que se siente querido de pequeño puede con todo. “Yo no me sentí querida y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez” Pero la mejor defensa de esta educación del amor que he leído en estos últimos tiempos se encuentra en el libro del colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Es un libro sobre el misterio de la bondad, en el que puede leerse una frase que debería aparecer en la puerta de todas las escuelas: “El mejor método de educación es la felicidad”.

“Mi papá siempre pensó -escribe Faciolince-, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo”. Y unas líneas más abajo añade: “Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido mucho menos feliz”.

Los hermanos Grimm son especialistas en buenos comienzos, y el de Caperucita Roja es uno de los más hermoso de todos. “Érase una vez una pequeña y dulce muchachita que en cuanto se la veía se la amaba. Pero sobre todo la quería su abuela, que no sabía que darle a la niña. Un buen día la regaló una caperucita de terciopelo rojo, y como le sentaba muy bien y no quería llevar otra cosa, la llamaron Caperucita Roja”. Una niña a los que todos miman, y a la que su abuela, que la ama sin medida, regala una caperuza de terciopelo rojo. Una caperuza que la sentaba tan bien que no quería llevar otra cosa. Siempre que veo en revistas o reportajes los rostros de tantos niños abandonados o maltratados me acuerdo de este cuento y me digo que todos los niños del mundo deberían llevar una caperuza así, aunque luego algún aguafiestas pudiera acusar a sus padres de mimarles en exceso. Esa caperuza es la prueba de su felicidad, de que son queridos con locura por alguien, y lo verdaderamente peligroso es que vayan por el mundo sin ella. “Si quieres que tu hijo sea bueno -escribió Héctor Abad Gómez, el padre tan amado de Faciolince-, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad”.