“He observado conductas sexuales en mi hijo y su amiga…”


L. Rodríguez Molinero.
Pediatra Acreditado en Medicina de la Adolescencia por la AEP. Hospital Campo Grande. Valladolid.

 
 

“He observado conductas sexuales en mi hijo y su amiga…”

No es raro encontrar a una madre (estadísticamente, según nuestra experiencia clínica, suelen ser ellas quienes viven estos casos como problemas) que se sorprende de algunos comportamientos que observa en sus hijos o hijas: besos, caricias y abrazos… como prácticas visibles y explícitas con los amigos, vecinos o compañeros de clase (entiéndase el plural como referido a ambos géneros). Detrás de estas preocupaciones hay “miedo” en los padres. Este miedo está relacionado con las propias experiencias o con las de los demás. El mejor modo de calmar ese “miedo” es dar información veraz, y transmitir seguridad para vivir la adolescencia de los hijos como algo bueno. Tener hijos adolescentes es una oportunidad de aprender lo que no se aprendió, recordar lo que se ha olvidado (nuestra adolescencia) y hacer planes optimistas y positivos en el futuro. Casi nada.

Intentar responder a estas preocupaciones en el tiempo de una consulta convencional es poco menos que imposible, pero algo se puede hacer. Lo primero es entender que los hijos crecen, y pasan de ser niños a convertirse en adolescentes, y en esta edad aparecen los deseos y los afectos sexuales (la atracción y el enamoramiento).

La RAE define el deseo como “movimiento afectivo hacia algo que apetece” y en este caso es el placer sexual. La adolescencia es una etapa en la que el individuo es especialmente vulnerable. Se unen los propios impulsos, derivados del cambio hormonal, a los derivados de la presión social a través de los medios, especialmente visuales, y por supuesto a una educación afectiva y sexual mejorable. No olvidemos que la sociedad es heterogénea, y junto a adolescentes preparados exquisitamente en conocimientos y valores, coexisten otros grupos que adolecen de todo lo contrario, sobre todo en grupos sociales multiculturales. Esto va a ser motivo de desencuentros y conflictos.

El crecimiento físico del adolescente va a seguir su curso; a la sociedad no la vamos a cambiar (recordemos a Bandura cuando describe la influencia social en los aprendizajes), pero sí podemos educar, y a esto podemos y debemos dedicar el tiempo generosamente, porque merece la pena.

Volvemos a la RAE, para que nos ayude a entender qué es educar: “Dirigir, encaminar, desarrollar y perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o joven”. Los humanos somos seres sexuados física y psicológicamente. La unión del cuerpo y la mente ya no se discute: todo lo que afecta al cuerpo repercute en el alma y viceversa. Los besos, las caricias y la ternura tienen efectos en ambos lugares.

Tenemos que hablar del cuerpo con los adolescentes. Dar a conocer el cuerpo, nuestras hormonas, el sistema límbico emocional del placer y recompensas, y la relación con la genitalidad. Hay que explicarles cómo los deseos tienen la potencia que tienen en esta etapa de la vida debido a la inmadurez del córtex prefrontal que controla las conductas, y que la falta de ese control los lleva a no valorar algunas conductas de riesgo.

La Educación afectiva y sexual (EAS), debe comenzar desde la primera infancia. No se puede pensar que los niños no entienden. Es necesario contestar a las preguntas que nos vayan haciendo sin prejuicios.

En el fondo, cuando los padres nos hacen estas preguntas a los clínicos, muchas veces no es para atender al adolescente, sino para resolver las propias dudas. Ésa es la incógnita de la entrevista clínica, lo que llamamos “agenda oculta”, aquello que no se pregunta directamente pero que es el núcleo de las preocupaciones.

Hay que fortalecer las enseñanzas morales de la familia ante las sociedades industriales y de consumo, que llegan a poner precio a todo, pasando de la represión moral (lo sexual es malo y pecaminoso) al liberalismo consumista (el disfrute como eje central de la vida afectiva y amorosa) o los nuevos mitos sobre las relaciones amorosas (el poliamor…).

Cuando decimos que hay que formar intelectual y moralmente, ¿a qué nos estamos refiriendo? La formación moral es parte de la educación del adolescente: “La educación moral es un proceso de aprendizaje que permite a los estudiantes y adultos en una comunidad escolar comprender, practicar e interesarse por los valores éticos fundamentales, tales como el respeto, la justicia, la virtud cívica y la ciudadanía, y la responsabilidad por sí mismo y por el prójimo. Sobre tales valores fundamentales se forman las actitudes y las acciones que son propias de las comunidades seguras, saludables e informadas que sirven como los cimientos de nuestra sociedad”(1). Otros autores lo definen de la siguiente manera: “Entendemos la ética (la moral, a efectos sinónimos prácticos) como unos principios de valor universal, basados en la argumentación, que finalmente nos sirven para cometer menos errores, evitar sufrimientos y ayudarnos a gozar más y mejor en nuestra vida sexual y amorosa”(2) (López, 2017).

Hemos llegado a un punto importante, por lo profundo, y donde solo falta la reflexión sobre cuál es el papel de los padres como educadores y pedagogos. Los padres son personas importantes, por el vínculo que los hijos adolescentes tienen con nosotros en el desarrollo moral. Nuestro ejemplo y nuestras palabras pesarán mucho si van bien dirigidas, sin prejuicios, sabiendo nosotros que la sociedad que los hijos viven es distinta a la que nos imaginamos, y a la que ellos mismos se imaginan. También el hijo angelical vive en una fantasía de la que tiene que aterrizar.

A partir de aquí, solo falta la recomendación de lo mucho que hay escrito y que puede ser útil a los padres interesados, para que la vida afectiva y amorosa de todos sea lo más positiva posible.

 

Referencias recomendadas

1.- Formación en sexualidad, afectividad y género. https://data.miraquetemiro.org/sites/default/files/documentos/Formacion_sexualidad.pdf

2.- Educación sexual y ética de las relaciones sexuales y amorosas. Félix López , Noelia Fernández y Rodrigo Carcedo. Editorial Pirámide. 2017.