Adolescentes y tratamiento médico: el nuevo paradigma de la autonomía del menor de edad en relación con el principio de su interés superior


 

Adolescentes y tratamiento médico: el nuevo paradigma de la autonomía del menor de edad en relación con el principio de su interés superior

F. de Montalvo Jääskeläinen.
Profesor propio agregado de Derecho Constitucional, ICADE.

 

Fecha de recepción: 21-04-2022
Fecha de publicación: 30-06-2022

 

Adolescere 2022; X (2): 5-19

 

Resumen

El reconocimiento de la capacidad de obrar al adolescente, en el ámbito del tratamiento médico, plantea el conflicto de en qué medida aceptar su rechazo al mismo supone atender a su interés superior. El nuevo paradigma de la autonomía de obrar del adolescente en el ámbito de la salud debe interpretarse atendiendo no sólo a la edad y madurez del menor de edad, sino también, a las consecuencias para su salud de su decisión..

Palabras clave: Menor de edad; Interés superior del menor; Capacidad de obrar; Consentimiento informado; Rechazo del tratamiento médico.

Abstract

The acknowledgement of the adolescent’s capacity to decide about medical treatments raises the conflict of how his or her best interest is respected when we accept their refusal. The new paradigm of the adolescent´s autonomy to act in the field of health must be interpreted taking into account not only the age and maturity of the minor, but also the consequences of his or her decision for his or her health.

Key words: Minor; Best interests of the minor; Capacity to act; Informed consent; Refusal of medical treatment.

 

Cuando conseguimos superar los mitos somos capaces de ver las verdades que enmascaran, y así la vida de los adolescentes, y la de los adultos que los rodean, mejoran de manera considerable

Daniel J SIEGEL

El menor de edad como sujeto del derecho a autorizar o rechazar el tratamiento médico

El debate acerca de la autonomía de voluntad con relación al tratamiento médico ya no se sitúa estos últimos años en la relación entre el médico y el paciente mayor de edad, ámbito en el que se ha reconocido la plena operatividad del principio de autonomía, sino en el paciente menor de edad. Superado el clásico paradigma del paternalismo médico en relación con los mayores de edad, el discurso se sitúa ahora en determinar en qué medida los menores y, más aún, aquellos que se encuentran en edades muy próximas a la mayoría de edad, el llamado también en otros sistemas jurídicos menor maduro (mature minor doctrine), no pueden gozar de la titularidad en el ejercicio del derecho a autorizar y rechazar el tratamiento médico como expresión de su autonomía de voluntad.

Este proceso se desarrolla de una manera doble: por una parte, la consideración de las familias como implicadas en el proceso de toma de decisiones y, por otra parte, la progresiva consideración del menor como ser autónomo de acuerdo con el desarrollo de su capacidad(1). Los nuevos dilemas que van a surgir no se circunscriben sólo a determinar cuándo puede el menor ser el titular de la toma de decisiones en el ámbito de las decisiones sanitarias, sino también cuál ha de ser el nuevo papel que en este nuevo marco deben tener los familiares y, especialmente, los padres.

El debate se inicia en Estados Unidos de América en los años setenta y supone que la patria potestad, entendida como poder directo sobre una persona, sigue siendo efectiva hasta que el menor alcanza la mayoría de edad, pero a medida que éste va madurando, el nivel de control por parte de los padres se debe ir limitando de forma adecuada.

El nuevo paradigma de protección del menor de edad a través de la autonomía

El tratamiento jurídico de los menores en las últimas décadas se ha visto especialmente sujeto al principio de protección del menor a través de la autonomía. Ello aparece reflejado de manera paradigmática en la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica de protección jurídica del menor, tras la reforma de 2015, cuando señala que “las transformaciones sociales y culturales operadas en nuestra sociedad han provocado un cambio en el status social del niño y como consecuencia de ello se ha dado un nuevo enfoque a la construcción del edificio de los derechos humanos de la infancia”. Este cambio “reformula la estructura del derecho a la protección de la infancia vigente en España y en la mayoría de los países desarrollados desde finales del siglo XX, y consiste fundamentalmente en el reconocimiento pleno de la titularidad de derechos en los menores de edad y de una capacidad progresiva para ejercerlos”. Y añade que “El desarrollo legislativo postconstitucional refleja esta tendencia, introduciendo la condición de sujeto de derechos a las personas menores de edad. Así, el concepto «ser escuchado si tuviere suficiente juicio» se ha ido trasladando a todo el ordenamiento jurídico en todas aquellas cuestiones que le afectan. Este concepto introduce la dimensión del desarrollo evolutivo en el ejercicio directo de sus derechos”. Por ello, “Las limitaciones que pudieran derivarse del hecho evolutivo deben interpretarse de forma restrictiva. Más aún, esas limitaciones deben centrarse más en los procedimientos, de tal manera que se adoptarán aquéllos que sean más adecuados a la edad del sujeto”.

El nuevo paradigma es, por tanto, en palabras de la misma norma, la de “las personas menores de edad como sujetos activos, participativos y creativos, con capacidad de modificar su propio medio personal y social; de participar en la búsqueda y satisfacción de sus necesidades y en la satisfacción de las necesidades de los demás”.

Así pues, el nuevo modelo se asienta en la idea de que no existe una diferencia tajante entre las necesidades de protección y las necesidades relacionadas con la autonomía del sujeto, sino que la mejor forma de garantizar social y jurídicamente la protección a la infancia es promover su autonomía como sujetos. De esta manera podrán ir construyendo progresivamente una percepción de control acerca de su situación personal y de su proyección de futuro, todo ello, de acuerdo con el conocimiento científico actual. No se trata, así, de un cambio de paradigma ético, sino incluso, científico, lo que le dota de una mayor fuerza expansiva.

Respetar la participación de los menores en la toma de decisiones sobre la asistencia sanitaria contribuye a mejorar su estado de salud

ALDERSON define la competencia de los niños como algo más que una mera habilidad, como una forma de relacionarse. El reconocimiento de la competencia en los menores no solo viene respaldado por argumentos éticos con respecto al respeto por los derechos del niño y su personalidad, sino que tiene otros beneficios más tangibles tanto para el niño como para el propio sistema sanitario. Estos incluyen, una mejor adherencia al tratamiento, eficacia clínica, prevención de enfermedades y prestación de servicios de salud. Puede afirmarse, pues, que a través de este nuevo paradigma en el que el menor se presenta como agente moral y sujeto de derechos, no sólo se le ayuda a ser en el futuro mejor ciudadano, sino también mejor paciente y usuario del sistema de salud(2). Respetar la participación de los menores en la toma de decisiones sobre la asistencia sanitaria contribuye a mejorar su estado de salud.

Hay estudios que muestran que los menores niños que participaron en el proceso de toma de decisiones tuvieron en su mayoría experiencias positivas y que el proceso los ayudó a prepararse para lo que podían esperar, redujo sus ansiedades y les brindó tranquilidad. En consecuencia, el reconocimiento de las capacidades de los menores y su participación en la toma de decisiones es una parte integral de su experiencia de atención médica y, a su vez, de la seguridad del paciente y de la efectividad clínica.

Como señala el Comité de Bioética de la Academia Americana de Pediatría, animar a los pacientes pediátricos a que exploren activamente las opciones y asuman un papel más importante en su atención médica puede promover el empoderamiento y el mejor cumplimiento de su plan de tratamiento. Y, por ello, el proceso del consentimiento informado debe ser reconocido como una parte esencial de la práctica de la atención médica(3).

Escuchar a los menores y respetar sus opiniones puede contribuir, más allá del ámbito sanitario, a su desarrollo personal. Puede prepararlos para participar en la sociedad y fortalecer su responsabilidad

Escuchar a los menores y respetar sus opiniones puede contribuir, más allá del ámbito sanitario, a su desarrollo personal. Puede prepararlos para participar en la sociedad y fortalecer su responsabilidad. Permitir que los niños tengan un papel activo en sus decisiones de atención médica les enseña a participar en un proceso gradual. Y es más probable que el tratamiento sea efectivo si se permite que los menores participen, ya que, por el contrario, los que se sienten forzados a un tratamiento médico tienden a recuperarse más lentamente(4).

En todo caso, no se trata ahora de otorgar autonomía al menor y, por tanto, capacidad de obrar por ser, a la postre, un ser humano dotado de dignidad, sino de un cambio absoluto de paradigma en virtud del cual al menor no se le protege ya excluyéndole de la toma de decisiones, sino, antes al contrario, incluyéndole plena o parcialmente en ellas como mecanismo de protección. El menor ha de completar su progreso como individuo que aspira a integrarse plenamente en la sociedad como sujeto activo, a través de la toma de decisiones, aprendiendo de sus aciertos y de sus errores, lo que no ocurre, obviamente, cuando se le priva de tal posibilidad de acertar o errar.

En todo caso, en el ámbito de los tratamientos médicos se produce una doble paradoja que hace mucho más complejo el debate, ya que, al mismo tiempo que se proclama que al recaer el acto médico sobre intereses y valores tan absolutos como es el cuerpo humano, la integridad física en traducción jurídica, la capacidad de decidir del sujeto debe ser máxima, incluso, siendo menor de edad, se plantea también el dilema de cómo permitir las consecuencias irreparables que en muchas ocasiones conlleva la autorización o rechazo al tratamiento. El carácter especialmente singular del tratamiento médico, por el ámbito de valores e intereses a los que afecta y por sus consecuencias, parece informar en un sentido contradictorio, ampliando la autonomía del menor y, restringiéndola al mismo tiempo.

Tal paradoja no exige, obviamente, alterar el modelo de protección de los menores que con carácter general se ha instaurado desde hace pocas décadas en nuestro sistema jurídico, sino, al menos, entender que el debate resulta en este ámbito del tratamiento médico especialmente complejo y que exige un esfuerzo de contextualización y matización superior al de otros ámbitos en los que también opera y participa el menor.

El nuevo modelo de protección del menor de edad en el ámbito del tratamiento sanitario supone promover su capacidad de obrar

COLEMAN Y ROSOFF apuntan que el principal desafío que para los pediatras y médicos en general presenta el tratamiento de los menores radica en la dificultad de determinar cuál es su capacidad de obrar(5). Se considera que los factores principales que determinan la capacidad de obrar para la toma de decisiones relacionadas con la salud deben incluir(6):

  • La capacidad de comprender y comunicar información relevante. El niño debe ser capaz de comprender las alternativas disponibles, expresar una preferencia, articular inquietudes y formular preguntas relevantes.
  • La capacidad de pensar y elegir con cierto grado de independencia. El niño necesita poder ejercer una elección sin coerción o manipulación y ser capaz de pensar por sí mismo en los problemas.
  • La capacidad para evaluar el potencial de beneficio, riesgo y daño. El niño debe ser capaz de comprender las consecuencias de los diferentes cursos de acción y cómo le afectarán los riesgos y las implicaciones a corto y largo plazo.
  • Y, por último, haber alcanzado un conjunto estable de valores. El niño necesita tener cierta base moral o de valores para tomar una decisión.

Como señala RUIZ DE HUIDOBRO DE CARLOS, hay una convicción fuertemente arraigada en nuestra cultura jurídica que promueve el reconocimiento de la autonomía y libertad personal de los individuos, pudiendo hablarse, incluso, de una exacerbación de la idea de libertad concebida como ausencia de restricción formal alguna y como repudio de cualquier vínculo personal no libremente actualizado de forma constante. Esta concepción de la libertad tiene como consecuencia el rechazo o, al menos, la sospecha de toda conducta o expresión paternalista. Sin embargo, respecto de la protección de los menores, no parece que pueda prescindirse del paternalismo, pues el menor es educado y cuidado por otros, de forma intensa al principio y algo más liviana al final de su adolescencia(7).

O como señala LANSDOWN, si bien el concepto de autonomía es fundamental y altamente valorado dentro de las tradiciones democráticas, y está consagrado en los derechos civiles y políticos que protegen las libertades individuales del Estado, el reconocimiento de la autonomía se basa en la presunción de la competencia de los individuos para tomar decisiones y decisiones informadas y sabias. Tal presunción, en general, no puede extenderse con carácter general a los menores y a los niños y, por ello, el artículo 5 de la Convención de Derechos del Niño no revierte la presunción de incompetencia en los menores, sino que impone a los Estados partes la obligación de asegurarse que se respeten las capacidades de los niños. Por lo tanto, ofrece un mayor potencial para que el principio de autonomía se extienda más completamente a los menores, pero, al mismo tiempo, continúa proporcionando el marco de protección necesario para evitar la explotación, el daño o el abuso(8).

El ejercicio de la autonomía requiere capacidad, deseo y oportunidad. Con respecto al deseo de responsabilizarse por uno mismo, los niños no deben ser forzados a tomar decisiones para las que no se sienten competentes o dispuestos a afrontar. De hecho, uno de los derechos de los menores es que éstos no se vean investidos de niveles inapropiados de responsabilidad. Sin embargo, muchos niños desean ejercer una mayor autonomía en su vida cotidiana, y la presunción de que carecen de competencia sirve para negarles las oportunidades de adquirirla. El artículo 5, junto con el artículo 12, ambos de la Convención de Derechos del Niño, subrayan que los menores tienen derecho a recibir apoyo, estímulo y reconocimiento al tomar decisiones por sí mismos de acuerdo con sus deseos y capacidad, así como en el contexto de su familia y comunidad(9).

El consentimiento por representación: un equilibrio entre beneficencia y no maleficencia

Una de las cuestiones más difíciles de resolver dentro de la propia complejidad que encierran los conflictos y dilemas en torno a la capacidad de obrar del menor en el ámbito de la asistencia sanitaria es la del papel que los representantes del menor, habitualmente, sus padres, ostentan en la toma de decisiones. Se trata del denominado por el legislador, consentimiento por representación y que se regula por primera vez con cierta precisión en el artículo 9 de la Ley de autonomía del paciente, como ya hemos mencionado antes.

Cuando los padres actúan maleficentemente respecto de los intereses de su hijo, la decisión debe adoptarla el profesional sanitario si hay urgencia o la autoridad judicial

La figura del consentimiento por representación y, sustancialmente, cómo opera, se muestra para los profesionales sanitarios como algo complejo. En ocasiones no se distingue entre las decisiones que adopta el propio sujeto sobre sus bienes personalísimos (en el caso de los tratamientos médicos, normalmente, la integridad física) cuando posee la necesaria capacidad y la que han de adoptar los padres en representación de sus hijos menores, como si el principio de autonomía operara plenamente en ambos. Sin embargo, cuando hablamos de consentimiento por representación ya no nos situamos en

el ámbito de eficacia de la autonomía, ya que el único que puede decidir plenamente sobre sus bienes personalísimos es el propio individuo. Cuando la decisión ha de ser adoptada por sus representantes, el principio que vendrá a operar será entonces el de beneficencia, ya que dicha facultad de decisión que, realmente, es un deber, deberá llevarse a cabo siempre en beneficio del representado. El individuo con plena capacidad puede decidir maleficentemente cuando la decisión sólo a él afecta, pero no cuando decide en representación de un tercero.

El Código Civil incorpora el principio de beneficencia como límite a los poderes de decisión de los representantes legales del menor en sus artículos: 154, al disponer que los hijos no emancipados están bajo la patria potestad de los progenitores, debiendo ejercerse la patria potestad, como responsabilidad parental, siempre en interés de los hijos, de acuerdo con su personalidad, y con respeto a sus derechos, su integridad física y mental; y 162, que establece que se exceptúan de la representación legal de los padres sobre los hijos menores los actos relativos a los derechos de la personalidad que el hijo, de acuerdo con su madurez, pueda ejercitar por sí mismo. Sin perjuicio de ello, los responsables parentales intervendrán en estos casos en virtud de sus deberes de cuidado y asistencia. Ambos artículos, en su redacción actual, fueron objeto de reforma en el año 2015 con ocasión de la reforma legal del régimen legal de los menores operada por la Ley 26/2015, de 28 de julio.

La capacidad de decisión de los representantes legales del menor de doce o más años se encuentra limitada, ya que únicamente podrán decidir en beneficio o interés de su representado

De este modo, la capacidad de decisión de los representantes legales del menor de doce o más años se encuentra limitada, ya que únicamente podrán decidir en beneficio o interés de su representado. El denominado consentimiento por representación o, en los términos empleados por algunas normas autonómicas, por sustitución, posee una eficacia limitada, hasta tal punto que dicho consentimiento sólo debe ser respetado cuando no se muestre contrario con lo que se presume que es el bienestar y la salud del paciente, es decir, cuando no vaya en contradicción con los derechos personalísimos de los que es sólo titular el paciente. De este modo, los padres del menor de doce o más años, al actuar en su representación, no pueden denegar su autorización para una intervención quirúrgica que va en beneficio de la salud del paciente.

Así, el art. 9.5 de la Ley de autonomía del paciente disponía en su redacción original que “la prestación del consentimiento por representación será adecuada a las circunstancias y proporcionada a las necesidades que haya que atender, siempre en favor del paciente y con respeto a su dignidad personal”. Es decir, el consentimiento por representación debe ejercerse siempre en beneficio del representado, por lo que el representante no podrá tomar una decisión que se presuma que perjudique a aquél, ni el médico respetar dicha decisión perjudicial. El paciente capaz es el único que puede adoptar libremente cualquier decisión, aún cuando de la misma se derive un riesgo para su vida o integridad física o psíquica.

Sin embargo, tampoco podemos pensar que los representantes carezcan de todo derecho respecto de su posición sobre el menor, sobre todo, cuando se trata de los progenitores. No debemos olvidar que la patria potestad, que opera en beneficio del menor, no se configura como una institución de la que emanan solamente deberes para los progenitores, sino también determinados derechos con un fundamento metajurídico que les permite proyectar en sus hijos sus propios valores, creencias y culturas. A este respecto, los términos en los que se expresa el artículo 154 del Código Civil permiten también deducir determinados derechos o facultades de los padres respecto de sus hijos que se derivan de la patria potestad. Se trata, en definitiva, de un equilibrio complicado, equilibrio que no se produce entre deberes de los padres y derechos del menor, sino entre diferentes derechos de ambas partes, los de los padres de ofrecer al menor la necesaria protección y salvaguarda y los del menor de ejercer sus opciones vitales, incluso cuando éstas no coinciden con las de sus progenitores.

En su Observación General sobre el Artículo 24 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos relativo a la protección del niño, el Comité de Derechos Humanos declara que la responsabilidad de garantizar la protección necesaria del menor recae en la familia, la sociedad y el Estado. Si bien el Pacto no indica cómo se distribuirá esa responsabilidad, incumbe principalmente a la familia, que se interpreta ampliamente que incluye a todas las personas que la integran en la sociedad del Estado Parte interesado, y en particular a los padres, a crear condiciones para promover el desarrollo armónico de la personalidad del menor y su disfrute de los derechos reconocidos en el Pacto. De este modo, los menores son colocados bajo la jurisdicción primaria de sus padres, restringiendo la responsabilidad del Estado de intervenir sólo cuando se percibe que la familia no está protegiendo los derechos fundamentales del menor(10).

Los padres del menor son quienes toman la decisión en defecto de éste, pero siempre atendiendo a su mejor interés, es decir, a su mayor beneficio

GRACIA GUILLÉN nos recuerda, de manera magistral, que “la familia es, desde su raíz, una institución de beneficencia. Así como la función del Estado es la no maleficencia, la de la familia es la beneficencia. La familia es siempre un proyecto de valores, una comunión de ideales, una institución de beneficencia. Lo mismo que los familiares tienen derecho a elegir la educación de sus hijos, o a iniciarlos en una fe religiosa, tienen también derecho a dotar de contenido a la beneficencia del niño, siempre y cuando, naturalmente, no traspasen el límite de la no maleficencia. Los padres tienen que definir el contenido de la beneficencia de su hijo, pero no pueden actuar nunca de modo maleficente” y, por ello, “ni el médico ni el Estado tienen capacidad para definir lo que es el mayor beneficio de un niño. Esta capacidad no les corresponde más que a los padres o a los tutores. La función del Estado no es ésa, sino otra muy distinta, que consiste en vigilar para que padres y tutores no traspasen sus límites y, so pretexto de promover la beneficencia de sus hijos, no estén actuando en perjuicio suyo, es decir, maleficentemente(11).

Al amparo de lo que apunta GRACIA GUILLÉN, y recurriendo como él hace a los principios bioéticos, puede afirmarse que los padres ostentarían la decisión siempre que actuasen en el mejor interés del menor, es decir, de acuerdo con el principio de beneficencia. En el caso de que la decisión fuera maleficente, el Estado vendría a suplir tal representación, operando entonces el principio de no maleficencia. Los principios de beneficencia y de no maleficencia cobran especial singularidad en estos casos de decisiones sobre los tratamientos médicos del menor, porque a diferencia de los mayores de edad, no puede operar el principio de autonomía al carecer de la necesaria capacidad, que es precondición de la autonomía, el sujeto sobre el que se aplicará el tratamiento médico.

Para la Comisión Central de Deontología de la Organización Médico Colegial, “En ningún momento se debe olvidar que son los padres del menor los que en principio están mas capacitados para valorar su grado de madurez por lo que, siempre que sea posible, se les deberá incluir en la valoración del menor”(12). Y añade, más adelante, que “El concepto de menor maduro no implica la eliminación de la intervención de los padres como garantes de su salud. Aún en las situaciones en las que el menor sea considerado maduro por el médico y por tanto con capacidad para decidir, los padres o tutores legales deben ser informados sobre el acto médico que se pretende llevar a cabo y recabar su consentimiento”(13).

En idénticos términos se expresa el Comité de Bioética de la Academia Americana de Pediatría cuando concluye que “Parents should generally be recognized as the appropriate ethical and legal surrogate medical decision-makers for their children and adolescents. This recognition affirms parents’ intimate understanding of their children’s interests and respects the importance of family autonomy(14).

Cierto es que nadie mejor que los padres pueden determinar cuál es el mejor interés del menor (recuérdese que en algunas ocasiones la voluntad de ambos progenitores no es coincidente, lo que dificulta el conflicto).  Como recuerda con acierto DE LA TORRE DÍAZ, el padre (y la madre) es quien dice que no, quien introduce la negatividad y declara la prohibición y el límite. El padre (y la madre) libera al hijo del sentimiento de omnipotencia y le confronta críticamente con ese individualismo subjetivo. El padre (y la madre) es quien pone límites a las aspiraciones del hijo, le sitúa ante la realidad y le despierta al mundo exterior. El padre (y la madre), en definitiva, transmite los códigos de conducta y los valores morales que facilitan el acceso a la realidad. Olvidar dicho papel remite a la subjetividad y hace creer al individuo que se construye a sí mismo(15).

KIPPER considera que existen varias razones en favor de la opción principal de respetar la autonomía de los padres y la privacidad de la familia(16):

Para que las relaciones intrafamiliares puedan desarrollarse, la familia debe tener espacio suficiente y estar libre de intromisiones

  • La mayoría de los padres buscan el mejor interés de sus hijos, quieren lo mejor para ellos y toman decisiones que son beneficiosas para ellos;
  • La motivación para el bienestar de sus hijos lleva a los padres a tomar la mejor decisión para ellos;
  • Los padres tienen insights (ideas) privilegiados de las preferencias y habilidades de sus hijos, debido a la proximidad;
  • El apoyo de los padres tiene significación clínica, mejorando la recuperación del paciente;
  • Los intereses de los miembros de la familia a veces entran en conflicto, y algunas de estas entidades pueden ser dañadas como consecuencia de ciertas decisiones. Los padres generalmente están en mejor posición que las personas ajenas a la familia para sopesar los intereses en conflicto y tomar la mejor decisión;
  • Los padres deben tener el derecho de ver crecer a sus hijos de acuerdo con sus propias normas y valores y transmitirlas a los mismos;
  • Para que las relaciones intrafamiliares puedan desarrollarse, la familia debe tener espacio suficiente y estar libre de intromisiones. Sin autonomía para tomar decisiones, incluida la elección de la religión, las familias no se desarrollan adecuadamente, y su importante función en la sociedad se verá perjudicada;
  • Las consecuencias de las decisiones no sólo deben ser asumidas por la familia, sino que acaban siempre siéndolo;
  • Los padres tienen autoridad natural sobre los hijos menores;
  • Es peligroso refutar las decisiones de los padres cuando no hay certeza sobre el resultado de la intervención propuesta;
  • El malestar causado por la solicitud de autorizaciones judiciales es perjudicial para la sociedad y para otros padres, porque acaba por comprometer la relación médico-paciente más allá del caso concreto;
  • De manera pragmática: (a) si no respetamos el derecho de los padres a decidir por sus hijos, existe el riesgo de que no los lleven a recibir atención médica; (b) se perderá tiempo de cara al inicio del tratamiento.

Frente a tales argumentos, DARE se muestra muy crítico con la presunción de que los padres son quienes están en mejor situación para determinar el mejor interés de sus hijos, y considera que muchos de los argumentos que se esgrimen a tal fin son fácilmente refutables. Así, apunta que al igual que los padres pueden estar motivados por cumplir con el mejor interés del menor existen otras partes de la relación, como son los médicos y profesionales sanitarios en general, que también están guiados por dicho mejor interés. Además, tales profesionales pueden, por sus conocimientos científicos y técnicos, determinar más fácil y acertadamente dicho mejor interés que los padres, sin olvidar que el estrés por el que éstos pasan en el contexto de la enfermedad de sus hijos puede afectar a sus decisiones, lo que no afecta a los profesionales sanitarios(17).

DARE insiste también en que las dimensiones emocionales y familiares de la relación de un niño con sus padres pueden no permitir que aquél revele de manera franca y abierta cuáles son sus preferencias. Los menores pueden estar influidos por sentimientos de culpa o impotencia, por sus percepciones de la desesperación de sus padres, o simplemente no sentirse cómodos si no están de acuerdo con sus padres. A veces, puede ser más fácil para ellos hablar con franqueza con alguien con quien tienen un tipo diferente de relación(18). Aunque el propio DARE sí que admite que la presunción en favor de que los padres son los mejor posicionados para determinar el mejor interés del menor derivaría de que son ellos los que mejor conocen las fortalezas y debilidades de sus hijos, es decir, los padres pueden saber lo que su hijo puede tolerar, aunque el propio contexto de la enfermedad puede determinar que su opinión venga una vez más influida no tanto por razones objetivas o por una valoración real de lo que el hijo puede o no soportar, lo que para la toma de decisiones sobre el tratamiento médico suele revestir mucha importancia, sino por la idea de evitar al hijo un sufrimiento inmediato(19).

El contexto del diagnóstico y de la propia enfermedad altera la capacidad de los padres de decidir de manera objetiva lo que constituye el mejor interés del hijo.

Para algunos autores, solo un riesgo significativo de daño grave justificaría una intervención o cuando el niño se ve privado de necesidades básicas(20). Sin embargo, los términos “daño” y “necesidades básicas” no son menos ambiguos que el “mejor interés” y pueden interpretarse como inmediatos o futuros y también como subjetivos u objetivos, es decir, desde la perspectiva del niño o la perspectiva de la sociedad(21).

Por eso, el Derecho reconoce tal papel indispensable en la regulación del consentimiento por representación, en el que la decisión habrá de recaer, no en el médico, no en el Estado, o en un tercer agente, sino en los padres, como garantes existenciales del bienestar y desarrollo del hijo. Ello es expresión de la propia protección que los poderes públicos deben asegurar a la familia, según prescribe el artículo 39 de la Constitución. Tal precepto otorga a la familia una posición preeminente en nuestra organización social, dotando a la misma de protección jurídica, según se recoge en el Derecho Internacional, especialmente, el artículo 16 de la Declaración Universal de 1948, el cual proclama que la familia es la unidad fundamental de la sociedad y el medio natural para el crecimiento y el bienestar de sus miembros, en particular de los niños, y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado, situando esta institución explícita o implícitamente en relación intrínseca con el hecho capital de la generación de nuevas personas humanas. Igualmente, el artículo 10 del Pacto Internacional de derechos económicos, sociales y culturales, de 19 de diciembre de 1966, afirma que se debe conceder a la familia, que es el elemento natural y fundamental de la sociedad, la más amplia protección y asistencia posibles, especialmente para su constitución, y mientras sea responsable del cuidado y la educación de los hijos a su cargo. Como resume LORENZO-REGO, de estas normas internacionales se deduce que la familia es la célula fundamental de la sociedad(22).

El reconocimiento de la responsabi-lidad primordial de los padres sobre sus hijos es fundamental desde la perspectiva de la propia filosofía que informa a la Convención sobre los Derechos del Niño. Su Preámbulo defiende a la familia “como grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños”

El reconocimiento de la responsabilidad primordial de los padres sobre sus hijos es fundamental desde la perspectiva de la propia filosofía que informa a la Convención sobre los Derechos del Niño. Su Preámbulo defiende a la familia “como grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños”. Además, varios artículos enfatizan los derechos y responsabilidades de los padres e imponen límites claros a la interferencia del Estado en la vida familiar. El artículo 18 establece que los padres tienen la responsabilidad principal de la crianza y el desarrollo de sus hijos. El artículo 9 impone limitaciones estrictas al poder del Estado para separar a los niños de sus padres contra su voluntad, mientras que el artículo 10 impone obligaciones al Estado en materia de reagrupación familiar. Y el Artículo 5 enfatiza que los Estados deben respetar los derechos y responsabilidades de los padres para dirigir y guiar a sus hijos. En consecuencia, en su compromiso de respetar el principio de autonomía familiar, la Convención sobre los Derechos del Niño es coherente con otros Tratados de derechos humanos(23).

Como nos recuerda ROCA TRÍAS, el reconocimiento constitucional de la familia responde al propio concepto de Estado social, en la medida que la familia cumple un papel asistencial sustancial. A este respecto, la Constitución establece un sistema de protección mixto, en el sentido de que determinados fines los cumple el propio Estado y otros los particulares(24), y, en relación a éstos, la familia ocupa un papel primordial como institución de solidaridad que es. Ello explicaría, en parte, la incorporación de la institución de la familia a la práctica unanimidad de las Constituciones europeas de la segunda mitad del siglo XX, coincidiendo temporalmente con la proclamación del Estado social y el reconocimiento de los correspondientes derechos sociales.

Sin perjuicio de ser cierto lo anterior, la especial protección que la familia recibe de la Constitución entendemos que va más allá de tal labor de colaboración en la protección y solidaridad social, ya que la familia, como grupo humano de interés social primario que es, está ligada a la subsistencia de la sociedad, en cuanto posibilita el nacimiento de nuevos ciudadanos, y ofrece un marco adecuado para su desarrollo integral como personas y su integración armónica en el cuerpo social. Estas son las llamadas funciones estratégicas de la familia. La familia resulta ser una estructura de humanización y socialización barata, eficaz, al alcance de prácticamente cualquier ciudadano y por ello mismo masiva. Estas funciones esenciales de la familia son las que justifican la especial atención que la sociedad le dedica, lo que se traduce, primordialmente, en la existencia de una específica regulación jurídica. De ahí también su consideración como grupo de interés social, pero no de interés social secundario o accesorio, sino primario o radical, en cuanto que es en último término la misma supervivencia de la sociedad la que resulta concernida. Desde esta misma perspectiva, queda también claro que la familia es una institución de interés social en la medida en que, a través de los hijos, posibilita la existencia y socialización de nuevos ciudadanos(25), pero no sólo eso.

La familia se enraíza en la necesidad de atención personal que requiere todo nuevo ser humano hasta llegar a ser adulto. Pocas cosas más importantes para la dignidad del ser humano, fundamento último de todo el Derecho, que el modo y circunstancias en que es procreado, dado a luz, criado, cuidado y educado hasta que adquiere la capacidad de valerse por sí mismo. Todas esas fases determinan en altísimo grado la identidad de cada persona humana, su intimidad personal, sus referentes y sus actitudes más básicas y vitales. Si hay algo por lo que la sociedad y los poderes públicos deben velar para que ninguna persona sea tratada como cosa, sino cabalmente como persona, es ese proceso en el que toda persona humana es débil, frágil y moldeable(26).

La familia es en su seno donde se transmiten y cultivan los valores, la ética y la moral de cada uno de sus integrantes, ya que es una institución educativa por excelencia

La familia es, pues, la institución primigenia nucleadora de las relaciones entre hombres y mujeres. Su importancia deviene, sobre todo, de su carácter histórico. Ha estado inscrita en todas las culturas. De ahí su importancia intemporal. No ha estado sujeta a los tiempos. Ha existido a pesar de ellos. Es en su seno donde se transmiten y cultivan los valores, la ética y la moral de cada uno de sus integrantes, ya que es una institución educativa por excelencia. Este núcleo familiar es una estructura social vital en toda comunidad, es un sistema social viviente y complejo en la que sus miembros desempeñan diferentes roles y se interrelacionan para llevar a cabo una serie de funciones importantes para cada miembro, para la familia como un todo, contribuyendo así a la sociedad en la que se encuentra inmersa(27). En la familia se aprende el valor esencial de la persona individual y de la sociedad al mismo tiempo(28).

Las facultades de consentimiento y decisión en representación de los hijos encuentran, sin embargo, un límite: primero, no causar daño. Para ELLISTON, por ejemplo, una intervención en contra de la posición de los padres solo puede aceptarse sobre la base del daño y sólo si la elección que conduce a ese daño es irracional(29). En relación a la racionalidad o irracionalidad de la decisión de los padres, RHODES y HOLZMAN consideran que, en el contexto de la asistencia médica a un menor, el profesional sanitario debe evaluar lo apropiado de la decisión de los padres. Los padres tienen derecho a decidir en nombre de sus hijos menores, pero solo cuando puede apreciarse a través de la decisión un verdadero compromiso con el bienestar de su hijo. Y a este respecto, si bien entrar a valorar la racionalidad o irracionalidad de una decisión no parece que pueda admitirse cuando se trata de un individuo que decide sobre su propio cuerpo, no ocurre lo mismo cuando se decide en nombre de un tercero, en este caso, un hijo menor de edad. La decisión puede considerarse irracional y, por tanto, contraria al mejor interés del menor, cuando no sea compartida por la generalidad de una comunidad y aunque pueda serlo por un grupo o comunidad de manera minoritaria(30). Así pues, si bien el derecho a la integridad corporal del individuo impide entrar a valorar las razones por las que, por ejemplo, rechaza un tratamiento y, menos aún, evaluar la racionalidad o irracionalidad de su decisión de acuerdo con el criterio compartido por la mayoría de una comunidad, no ocurre lo mismo cuando el supuesto de hecho se refiere a la decisión en representación de un tercero. En este caso, aún cuando se trate de un hijo, cabe valorar la racionalidad de la decisión de acuerdo con los parámetros compartidos por la colectividad. Lo que los autores anteriores denominan “reasons that other reasonable people could refuse”. En similares términos se expresa POPE cuando señala que la intervención del Estado solo se justifica cuando los padres toman una decisión que ningún padre razonable haría bajo las mismas o similares circunstancias(31).

De este modo, cuando la decisión de los padres es claramente maleficente, ya sea por acción o por omisión, el Estado debe suplir la resolución del conflicto, adoptando la solución que prime el mejor interés ¿Qué ocurre sin embargo cuando, como suele ocurrir en muchos casos, nos movemos en la esfera de los grises, cuando la decisión no resulta tan clara? En tales casos, el Estado no puede suplir las facultades que ostentan los padres, siendo la función de aquél exclusivamente la de vigilar que éstos no traspasen sus límites y so pretexto de promover la beneficencia de sus hijos tomen decisiones que infrinjan el principio de no maleficencia.BUCHANAN y BROCK hablan de alternativas médicamente adecuadas, según lo que determinen los estándares apropiados de la comunidad médica(32), y McCULLOUGH define alternativas médicamente razonables como “technically possible and physically available clinical management plans that have a reliable evidence base of expected net clinical benefit”(33).

Como apunta OTAEGUI AIZPURÚA, cuando el ámbito familiar no está en disposición de poder garantizar la protección que los menores necesitan, intervienen las autoridades públicas, a fin de que los mismos no queden desprotegidos, pudiendo de esta manera afirmarse que ha habido una apertura del ámbito familiar a favor del público. Se ha pasado de una protección sustancialmente privada en el ámbito de la familia, a una protección compartida entre dicho ámbito privado y el ámbito público(34).

Por otro lado, la Ley no establece cuál es el valor que habrá de otorgarse a la opinión del menor. Si el menor debe ser escuchado antes de adoptar la decisión clínica, ello es porque su opinión ha de revestir cierta eficacia, aunque sea muy limitada a medida que se acerque a los doce años de edad. ¿Qué supone, en definitiva, escuchar al menor? La Ley no nos concede ningún criterio orientativo, aunque creemos que la discrepancia entre el menor de doce años o más años y sus padres, habría de exigir que por el médico se acudiera a la autoridad judicial.

DIEKEMA propone ocho condiciones que deberían cumplirse antes de considerar el uso de la intervención de los poderes públicos en sustitución de las facultades de los padres(35):

1.ª La negativa de los padres pone al niño en riesgo significativo de daño grave.

2.ª El daño es inminente.

3.ª La intervención rechazada es necesaria para evitar el daño.

4.ª La intervención rechazada es de probada eficacia.

5.ª La relación beneficio/riesgo de la intervención rechazada es significativamente más favorable que la asociada con la opción preferida por los padres.

6.ª Ninguna otra opción evitaría daños graves al niño de una manera que sea más aceptable para los padres.

7.ª El Estado intervendría en todas las demás situaciones similares, independientemente de la naturaleza de las razones de los padres.

8.ª La mayoría de los padres estarían de acuerdo en que la intervención estatal es razonable.

El interés superior del menor como límite al consentimiento por representación

Las facultades de decisión de los padres del menor encuentran como límite el principio de no maleficencia. Para determinar cuando una decisión adoptada en representación del menor es o no maleficente hay que acudir al principio del interés superior del menor, de manera que cuando dicho interés no se considere debidamente protegido, se entenderá que los padres ejercen sus facultades más allá de los límites que les vienen impuestos al actuar no en su propio nombre sino en el de un tercero, su hijo. Sin embargo, el ‘interés superior del menor’ constituye un concepto jurídico indeterminado que no resulta fácil de interpretar.

Como apunta WIESEMANN, el adjetivo “mejor” crea problemas de interpretación, dado que los niños crecen en entornos culturales y económicos marcadamente diferentes. Además, los padres, los médicos y las autoridades estatales pueden discrepar ampliamente en sus evaluaciones de lo que es mejor para el niño. Aplicar el estándar del mejor interés en las disputas acerca de qué es el mejor interés puede limitar significativamente la discreción de los padres y enfatizar la responsabilidad del Estado de intervenir(36), sin olvidar, además, que realmente no existen pruebas objetivas que permitan establecer en cada caso cuál es dicho interés superior(37), tratándose de decisiones siempre basadas en factores múltiples y muy diferentes.

A este respecto, ELLISTON propone que en lugar de acudir al principio del mejor interés del menor se resuelvan los conflictos en los que la decisión de los padres no parece mostrarse la mejor desde la perspectiva de la salud del menor a través de los ‘principios del riesgo significativo de daño y de la razonabilidad de la decisión’. Cuando la decisión que pretenden adoptar los padres puede resultar perjudicial para intereses importantes del hijo, es decir, es maleficente, lo correcto es que aquélla se someta a un cuidadoso escrutinio para evaluar la validez de las justificaciones que llevan a adoptarla, y el principio del riesgo significativo de daño permite hacer dicha evaluación y, de hecho, proporciona un medio más consistente para llevarla a cabo. Se trata no tanto de valorar cuál es el mejor interés del menor, sino de valorar los beneficios y riesgos de la decisión y su racionalidad(38). En idénticos términos, señala que el mayor problema del estándar del interés superior no es su subjetividad, sino que se trata del estándar equivocado. La intervención del Estado frente a la decisión de los padres no se justifica porque dicha decisión sea contraria al mejor interés del niño, sino porque coloca al niño en un riesgo significativo de daño grave. Discutir el interés superior del niño no permite enfocar realmente el problema ni la solución del conflicto, mientras que situar el debate en la perspectiva del daño, en la del principio de no maleficencia, sí lo centra adecuadamente(39).

En similares términos se expresa el Comité de Bioética de la Academia Americana de Pediatría (American Academy of Pediatrics) en su Informe sobre Informed Consent in Decision- Making in Pediatric Practice, en el que manifiesta que el principio de no maleficencia puede constituir un estándar más realista a aplicar en la toma de decisiones médicas en el ámbito de la Pediatría, cuando hay que adoptar una decisión distinta a la que autorizan los padres. El propósito de dicho principio no es identificar un solo curso de acción que beneficie al menor, sino identificar un umbral de daño por debajo del cual no se pueden aceptar las decisiones de los padres(40).

Frente a dicha postura, BIRCHLEY considera que si la imprecisión es el principal problema que presenta el principio del mejor interés del menor, el problema no se resuelve sustituyendo dicho principio por el del daño o de no maleficencia, como los autores anteriores proponen, ya que el cambio de terminología y de principio no ofrecen una solución más precisa(41).

Por otro lado, no debe olvidarse que el principio del interés superior del menor no constituye ni creemos que pretenda hacerlo una regla objetiva que permita resolver los casos conflictivos en los que se ven envueltos menores, sino un mero sistema de argumentación que les exige a los operadores jurídicos atender a diferentes elementos que, necesariamente, van a concurrir en todos los casos. Como señala BRIDGEMAN, el principio del interés superior ofrece un enfoque que exige atender a todos los factores que concurren en el supuesto y a todas las opiniones de los sujetos involucrados, el propio menor, sus padres, otros familiares y el personal sanitario(42).

La interpretación del principio puede hacerse desde una doble dimensión o perspectiva, individual o social, de manera que el interés superior del menor se verá satisfecho cuando la decisión adoptada satisfaga el interés personal del menor, atendidos sus preferencias o valores, o, por el contrario, desde una perspectiva de lo que social o más objetivamente se considere interés superior. Además, no está claro a qué intereses deben atenderse, si a los del niño en el presente o a los que se presuma que tendrá como futuro adulto. E, incluso, desde una perspectiva del interés que trascienda al propio menor, si tales intereses deben reflejar la posición y valores de los padres o de la sociedad(43).

Así pues, el interés superior del menor puede ser interpretado como un instrumento que refuerce en los conflictos concretos la propia autonomía de voluntad del menor, ya que se actuará de acuerdo con sus preferencias o, por el contrario, como una garantía que se impone, incluso, por encima de la voluntad del menor, limitando su voluntad y deseos.

El propio término ‘interés’ no es sencillo de interpretar, ya que permite diferentes acepciones, según se mantenga una posición más subjetiva u objetiva. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define ‘interés’ con diferentes acepciones: provecho, utilidad o ganancia; valor de algo; o conveniencia o beneficio en el orden moral o material.

Cuando hablamos del mejor interés del paciente, habitualmente, nos estamos refiriendo con dicha expresión a la exigencia de respetar su autonomía de voluntad por encima de cualquier pretensión de imponerle a través del tratamiento una decisión, por muy beneficente que ésta pueda resultar. Sin embargo, en el caso de los menores y dado que los mismos no disponen de plena capacidad de obrar, puede entenderse que el interés superior no es respetar lo que en cada momento manifiestan que es su interés personal, sino adoptar la decisión que suponga una mejor protección de su derecho a la vida y a la integridad.

El Comité de los Derechos del Niño, en su Observación general Nº 14 (2013) sobre el derecho del niño a que su interés superior sea una consideración primordial (artículo 3, párrafo 1), señala que “La plena aplicación del concepto de interés superior del niño exige adoptar un enfoque basado en los derechos, en el que colaboren todos los intervinientes, a fin de garantizar la integridad física, psicológica, moral y espiritual holísticas del niño y promover su dignidad humana”. Y añade que se trata de un triple concepto que integra, en primer lugar, un derecho sustantivo que se traduce en el derecho del niño a que su interés superior sea una consideración primordial que se evalúe y tenga en cuenta al sopesar distintos intereses para tomar una decisión sobre una cuestión debatida. En segundo lugar, un principio jurídico interpretativo fundamental, exigiendo elegir la interpretación que satisfaga de manera más efectiva el interés superior del niño. Y por último, una norma procedimental, en virtud de la cual siempre que se tenga que tomar una decisión que afecte a un niño en concreto, a un grupo de niños concreto o a los niños en general, el proceso de adopción de decisiones deberá incluir una estimación de las posibles repercusiones (positivas o negativas) de la decisión en el niño o los niños interesados. Sin embargo, la citada Observación reconoce que se trata de un concepto complejo y que su contenido debe determinarse caso por caso, es decir, un concepto sustancialmente casuístico, aunque la misma Observación nos dice más adelante que a la hora de configurarlo en cada caso concreto habrá que atender a los siguientes elementos: la opinión del menor, su identidad, la preservación del ambiente y relaciones familiares, el cuidado, protección y seguridad del niño, las situaciones de vulnerabilidad y, por último, los derechos del niño a la salud y a la educación.

La idea, en el caso de un menor de edad, es que el interés superior de un paciente joven incluye la no violación de su voluntad en la medida de lo posible, la prevalencia de sus deseos, sentimientos y creencias, pero sin olvidar que la salvación de su vida o la restauración de su salud también están incluidas en el principio del mejor interés(44).

Puede así afirmarse, que cuando estamos planteando que el ejercicio del principio de autonomía por parte del menor supone que el mismo pueda sufrir un daño irreparable, y que dicho daño vaya a afectar a valores sustanciales como son la vida o la integridad, el principio del interés superior del menor no operará, sino directamente el del bienestar que informará a favor de imponer el tratamiento, aún en contra del interés, es decir, la opinión del menor. Cuando, por el contrario, la decisión del menor no suponga un daño irreparable o los riesgos asumidos por la decisión acerca del tratamiento médico sean de escasa entidad o no pongan en peligro la vida o su integridad, sí operará plenamente el principio del interés superior del menor, de manera que habrá que actuar con pleno respeto de su voluntad.

En definitiva, el problema no radica tanto en la difícil interpretación del principio del interés superior del menor, sobre todo, cuando pretende contraponerse al principio de autonomía, sino en evitar recurrir al mismo cuando el principio que habría de tener plena operatividad en el caso concreto fuera el del bienestar del menor. La dificultad se encuentra en saber determinar en cada momento lo que corresponde aplicar, si la autonomía o la protección. Y ello se complica aún más, cuando la propia ciencia parece indicarnos que el hecho de que el menor a determinada edad alcance una cota de capacidad, no significa necesariamente que ello se mantenga o que dicha capacidad le permita adoptar cualquier decisión en cualquier contexto.

El principio del interés superior del menor no es, por tanto, un derecho, sino una garantía sustantiva y procedimental que obliga a que el correspondiente agente interprete los derechos en el sentido más favorable para la autonomía del menor, es decir, para el propio ejercicio de los derechos como sujeto al que se le reconoce su titularidad.

Nuestro ordenamiento jurídico ha tratado también de aclarar el principio a través de la reforma operada en el ámbito de la protección jurídica de los menores por la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia. La reforma del artículo 2 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor que se opera a través de aquélla vendrá ahora a disponer que:

  1. Todo menor tiene derecho a que su interés superior sea valorado y considerado como primordial en todas las acciones y decisiones que le conciernan, tanto en el ámbito público como privado”, de manera que “Las limitaciones a la capacidad de obrar de los menores se interpretarán de forma restrictiva y, en todo caso, siempre en el interés superior del menor”.

Y añade a continuación que:

  1. A efectos de la interpretación y aplicación en cada caso del interés superior del menor, se tendrán en cuenta los siguientes criterios generales, sin perjuicio de los establecidos en la legislación específica aplicable, así como de aquellos otros que puedan estimarse adecuados atendiendo a las circunstancias concretas del supuesto”, situándose en primer lugar, como ya proclamara la doctrina jurisprudencial:
  1. La protección del derecho a la vida, supervivencia y desarrollo del menor y la satisfacción de sus necesidades básicas, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas”; y, en segundo lugar,
  2. La consideración de los deseos, sentimientos y opiniones del menor, así como su derecho a participar progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de determinación de su interés superior”.

A estos dos criterios se añaden dos más:

  1. La conveniencia de que su vida y desarrollo tenga lugar en un entorno familiar adecuado y libre de violencia”; y
  2. La preservación de la identidad, cultura, religión, convicciones, orientación e identidad sexual o idioma del menor, así como la no discriminación del mismo por éstas o cualesquiera otras condiciones, incluida la discapacidad, garantizando el desarrollo armónico de su personalidad”.

Para el nuevo redactado del artículo 2 la ponderación de los criterios descritos se efectuará atendiendo a los siguientes elementos generales:

  1. La edad y madurez del menor;
  2. La necesidad de garantizar su igualdad y no discriminación por su especial vulnerabilidad, ya sea por la carencia de entorno familiar, sufrir maltrato, su discapacidad, su orientación e identidad sexual, su condición de refugiado, solicitante de asilo o protección subsidiaria, su pertenencia a una minoría étnica, o cualquier otra característica o circunstancia relevante;
  3. El irreversible efecto del transcurso del tiempo en su desarrollo;
  4. La necesidad de estabilidad de las soluciones que se adopten para promover la efectiva integración y desarrollo del menor en la sociedad, así como de minimizar los riesgos que cualquier cambio de situación material o emocional pueda ocasionar en su personalidad y desarrollo futuro;
  5. La preparación del tránsito a la edad adulta e independiente, de acuerdo con sus capacidades y circunstancias personales; y, en general,
  6. Aquellos otros elementos de ponderación que, en el supuesto concreto, sean considerados pertinentes y respeten los derechos de los menores.

Y concluye del siguiente modo: “Los anteriores elementos deberán ser valorados conjuntamente, conforme a los principios de necesidad y proporcionalidad, de forma que la medida que se adopte en el interés superior del menor no restrinja o limite más derechos que los que ampara”.

El menor de dieciséis o más años tiene capacidad de obrar en el ámbito sanitario, salvo que concurra alguna de las excepciones que establece la Ley, entre las que destaca la del grave riesgo para su vida o integridad

En definitiva, como hemos podido comprobar, el principio del mejor interés del menor que rige en la resolución de los diferentes conflictos que le afectan pudiera operar de diferentes maneras, bien ampliando su autonomía de voluntad hasta el extremo de valorar sólo cuáles son sus deseos y voluntades, so cabo de la debida protección a su vida e integridad, o bien, por el contrario, limitando casi de manera absoluta su capacidad de obrar y autonomía y devolviendo aquélla a la mera mayoría de edad común. La solución parece que, necesariamente, pasaría por una solución de equilibrio que permitiera conjugar el principio de autonomía de voluntad del menor y el de protección, los cuales integran, paradójicamente, como hemos visto, el de mejor interés del menor.

Este principio exigiría, como primer deber legal, escuchar y atender a las razones esgrimidas por el menor a la hora de pretender adoptar una decisión, pero sin que ello suponga que necesariamente dicha decisión o voluntad tenga que ser, a la postre, atendida. Pudiera decirse que tal principio cobra plena eficacia en una primera fase en la que el menor, al menos, debe ser escuchado y sus razones ser atendidas y evaluadas en su condición de sujeto activo de los derechos y libertades. Sin embargo, tal eficacia perderá plenitud en la fase de adoptar la decisión, cuando exista un riesgo que ponga en peligro la vida o integridad del menor. El deber legal que se deriva del principio es, sobre todo, atender a las razones que manifieste el menor a la hora de expresar su voluntad y, salvo que la debida protección de su vida o salud exija lo contrario, respetar las mismas. Como señala STAVRINIDES, deben ser atendidas ambas consideraciones, la primacía de la voluntad del menor y la debida protección de su vida e integridad, asumiendo que el proceso de evaluación y solución de aquellos casos en los que ambas se encuentren en conflicto no es, necesariamente, una ciencia exacta. Y ello, porque el concepto del interés superior es una herramienta intelectual utilizada para alcanzar un equilibrio entre dos elementos: por un lado, la apreciación de los deseos, creencias, aspiraciones e ideas actuales de un paciente joven, tal como se relacionan con el tratamiento particular que está clínicamente indicado y, por el otro, una evaluación de sus deseos y aspiraciones con respecto a las capacidades que querrá poder ejercer y las metas que querrá alcanzar en su propia vida futura, si se salva su vida o su salud es restaurada(45). Y ahí, precisamente, radica la dificultad del reto.

Bibliografía

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    7. RUIZ DE HUIDOBRO DE CARLOS JM. “El valor jurídico de las decisiones del menor maduro: adolescencia, menor maduro, visión desde el Derecho”, en DE LA TORRE DÍAZ FJ (Ed.), Adolescencia, menor maduro y bioética, Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 2011, p. 135.
    8. LANSDOWN G. The evolving capacities of the child, op. cit., p. 5.
    9. Ibidem.
    10. LANSDOWN G. The evolving capacities of the child, op. cit., p. 5.
    11. GRACIA D, JARABO Y, MARTÍN ESPÍLDORA N y RÍOS J. “La toma de decisiones en el paciente menor de edad”, Medicina Clínica, vol. 117, núm. 5, año 2001, p. 183.
    12. Vid. Declaración de la Comisión Central de Deontología sobre la ética médica en la atención del menor maduro de la Organización Médica Colegial de 30 de noviembre de 2007, p. 2. Puede accederse a dicho documento a través de la página web de la OMC, en www.cgcom.org. Último acceso, el 20 de agosto de 2018.
    13. Ibidem, p. 6.
    14. Committee on Bioethics, American Academy of Pediatrics, “Informed Consent in Decision- Making in Pediatric Practice”, cit., p. 5.
    15. DE LA TORRE DÍAZ FJ, “Sobre la autonomía y la dependencia. Padres, profesionales y adolescentes”, en DE LA TORRE DÍAZ FJ (Ed.), Adolescencia, menor maduro y bioética, op. cit., 2011, p. 11.
    16. KIPPER DJ. “Límites del poder familiar en las decisiones acerca de la salud de sus hijos ‒ directrices”, Revista de Bioética, vol. 23, núm. 1, año 2015, p. 42.
    17. LE T. “Parental rights and medical decisions”, Pediatric Anesthesia , vol. 19, año 2009, p. 948.
    18. Ibidem.
    19. Ibidem, pp. 948 y 949.
    20. DEVILLE KA y KOPELMAN LM. “Fetal protection in Wisconsin’s revised child abuse law: right goal, wrong remedy”, Journal of Law, Medicine and Ethics, vol. 27, núm. 4, año 1999, pp. 332 a 342.
    21. WIESEMAN C. Moral equality, bioethics and the child, Springer, Suiza, 2016, p. 135.
    22. LORENZO-REGO I. El concepto de familia en Derecho español: un estudio interdisciplinar, JB Bosch Editor, Barcelona, 2014, p. 36.
    23. LANSDOWN G. The evolving capacities of the child, op. cit., p. 5.
    24. Vid. ROCA TRÍAS E. “Familia, familias y Derecho de familia”, Anuario de Derecho Civil, vol. 43, núm. 4, año 1990, pp. 1055 y 1056.
    25. MARTÍNEZ DE AGUIRRE C. “Nuevos modelos de familia: la respuesta legal”, Revista Española de Derecho Canónico, núm. 163, año 2007, p. 714.
    26 . PLÁCIDO A. “El modelo de familia garantizado en la Constitución de 1993”, Derecho PUCP, núm. 71, año 2013, p. 81.
    27. ÁLVAREZ PERTUZ A. “Constitucionalización del Derecho de familia”, Jurídicas CUC, núm. 7, vol. 1, año 2011, p. 29.
    28. ROCHA ESPÍNDOLA MA. “El principio del libre desarrollo de la personalidad en la persona, el matrimonio y la familia”, Cuadernos Jurídicos del Instituto de Derecho Iberoamericano, núm. 2, vol. 2, año 2016, p. 10.
    29. ELLISTON S. The best interests of the child in healthcare, Routledge Cavendish, Londres, 2007, p. 37.
    30. RHODES R. y HOLZMAN IR. “The not unreasonable standard for assessment of surrogates and surrogate decisions”, Theoretical Medicine and Bioethics, vol. 25, núm. 4, año 2004, pp. 372 y 373. Vid., también, McDOUGALL RJ. y NOTINI L. “Overriding parents’ medical decisions for their children: a systematic review of normative literature”, Journal of Medical Ethics, vol. 40, núm. 7, año 2014, pp. 448 a 452.
    31. POPE TM. “The best interest standard: both guide and limit to medical decision making on behalf of incapacitated patients”, Journal of Clinical Ethics, vol. 22, núm. 2, año 2011, p. 134.
    32. BUCHANAN AE y BROCK DW. Deciding for others: the ethics of surrogate decision making, Cambridge University Press, Cambridge, 1989, p. 143.
    33. McCULLOUGH LB. “Contributions of ethical theory to pediatric ethics: pediatricians and parents as co-fiduciaries of pediatric patients”; en MILLER G. (Ed.), Pediatric bioethics, Cambridge University Press, Nueva York, 2010, p. 18.
    34. OTAEGUI AIZPURÚA I. y ÁLVAREZ PERTUZ A. La relevancia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la protección de los derechos del menor, Thomson Reuters Aranzadi, Cizur Menor, 2017, p. 73.
    35. DIEKEMA DS. “Parental refusals of medical treatment: the harm principle as threshold for state intervention”, Theorical Medicine, vol. 25, año 2004, p. 252.
    36. WIESEMAN C. Moral equality, bioethics and the child, op. cit., p. 133.
    37. BAINES P. “Death and best interest”, Clinical Ethics, vol. 3, núm. 4, año 2008, p. 171.
    38. ELLISTON S. The best interests of the child in healthcare, op. cit., p. 39.
    39. DIEKEMA DS. “Parental refusals of medical treatment: …”, cit., p. 250.
    40. Committee on Bioethics, American Academy of Pediatrics, “Informed Consent in Decision- Making in Pediatric Practice”, cit., p. 3.
    41. BIRCHLEY G. “Harm is all you need? Best interests and disputes about parental decision-making”, Journal of Medical Ethics, vol. 42, año 2016, p. 112.
    42. BRIDGEMAN J. “Editorial: Critically ill children and best interests”, Clinical Ethics, vol. 5, núm. 4, año 2010, p. 184.
    43. WIESEMAN C. Moral equality, bioethics and the child, op. cit., p. 134.
    44. STAVRINIDES Z. “Adolescent Patients’ Consent and Refusal to Medical Treatment: an Ethical Quandary in English Law”. Humanicus, núm. 8, año 2012, p. 13.
    45 Ibidem, pp. 13 y 14.