La pregunta

 

«La pregunta»

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

 

Mientras se desperezaba, pensó en lo mucho que le había cambiado la vida. Cinco años antes había fallecido su esposa víctima de una larga enfermedad y su único hijo vivía con su pareja en otro país, esperaba su primer vástago. Tantos años cuidando a su mujer habían minado su espíritu, se sentía desfondado. Los días le parecían muy largos, eternos. La confusión fue adueñándose de él y, como no deseaba ser una carga para nadie, creyó que lo mejor que podía hacer era desaparecer. Estaba convencido de que la lejanía y el nacimiento de la criatura mitigaría el dolor que pudiera sentir su hijo, así que se encerró en su casa y se dispuso a esperar la muerte. Sin embargo, la vida no es como uno prevé; le tenía reservada todavía alguna sorpresa. El parto se complicó y murió su nuera a las pocas horas de nacer Iván, su nieto. Martín se sintió sobrecogido por la desgracia y, sumido en una honda tristeza, la idea del suicidio rondó su cabeza. Pero antes de que madurase tan letal pensamiento, su hijo, el padre del pequeño, regresó y se quedó a vivir con él en su casa, en el pueblo. En todo este tiempo, no había logrado borrar de su mente la desconsolada imagen de su hijo al cruzar el umbral de la casa con Iván en sus brazos envuelto en una manta. La presencia del niño alumbró aquel hogar inmerso en la oscuridad, impidió que Martín se enfangara en la tragedia, recobró el vigor y la esperanza, y se entregó en cuerpo y alma al cuidado de aquel pequeño ser.

Martín se duchó y se asomó a la ventana para comprobar el tiempo que hacía fuera. Le pareció que el día era templado y que Iván no necesitaría ropa de abrigo, pero temía equivocarse. Estaba seguro de que su esposa no habría tenido ningún problema en elegir lo que debía vestir el pequeño, pero ella ya no estaba. Se dispuso a preparar el desayuno del niño y llevarlo a la ikastola*. Después de calentar la leche, se dirigió al cuarto del chico para despertarlo. La estancia parecía una leonera. Se acercó a su cama sorteando un rimero de ropa y juguetes, y, acariciándole el rostro con ternura, le susurró unas palabras al oído. El chiquito, aún con los ojos semicerrados, asió la mano de su abuelo y, juntos, se encaminaron hacia la cocina. Al acabar el desayuno, el peque se dirigió al baño remoloneando acompañado de su aitona*, todavía necesitaba que lo guiasen durante el aseo. Después de cepillarse los dientes, el crío humedeció sus manitas con el agua del grifo y se las llevó al rostro. Al igual que otros días, Martín tuvo que insistirle varias veces para que se las llevara también a los oídos. Tras secarse la cara con un paño, el abuelo le indicó que se dirigiera a su habitación mientras él recogía el baño. Cuando fue a su encuentro, el niño tan solo se había quitado el pijama. Le ayudó a vestirse, le ató los cordones de las deportivas y le echó un último vistazo. Se sintió satisfecho, tenía un aspecto curioso. Las madres del resto de los chavales que acudían a la ikastola con Iván, no se compadecerían de ellos dos.

Apenas hubieron salido del domicilio, el pequeño le espetó:

  • Aitona, ¿por qué te hiciste médico?

Martín dudó unos instantes y, sin mucho convencimiento, le dijo:

  • Porque quería curar a las personas que se habían puesto malitas.

Salieron a la calle y, afortunadamente, antes de que Iván siguiera con el interrogatorio, se encontraron con un amigo de su gela* y empezaron a hablar de sus cosas. Martín suspiró y se quedó pensativo; la verdad es que nunca esperaba las preguntas que le hacía aquel mocoso, le cogían desprevenido. Pero se dio cuenta de que jamás se había parado a pensar seriamente en las razones que le habían llevado a estudiar la carrera de medicina, sentía que le había picado la curiosidad y presintió que pasaría todo el día dándole vueltas a la cuestión que le había planteado aquel monicaco; barruntaba que debería escarbar en su pasado, retroceder a su juventud e incluso a su infancia, para hallar los auténticos motivos de su decisión.

Martín abandonó por un instante sus pensamientos al llegar a la puerta de la escuela. Dobló su cintura para besar a su nieto y, mientras éste le estampaba un ruidoso beso en la mejilla, observó horrorizado que una enorme y verdosa vela asomaba por uno de los orificios de su nariz. El niño se restregó la fosa nasal con la manga de la sudadera antes de que su abuelo pudiera limpiársela con un pañuelo y se marchó corriendo con su amigo al interior del patio. Una vez más había fracasado en su intento de llevar al niño arreglado.

Mientras se dirigía a realizar las compras del día, Martín revivió su propia infancia. Sus recuerdos estaban ligados a la casa donde había nacido. Era una vieja construcción cuyo portal daba paso a una estancia húmeda que despedía un fuerte olor a vino rancio proveniente de una vinatería anexa. Los propietarios del negocio, vecinos del inmueble, accedían al establecimiento por una puerta situada en el interior del portal. Al fondo, un portalón daba paso a una estancia lóbrega y oscura donde se apilaban algunos toneles y barricas. Los clientes accedían al local por el exterior del edificio provistos de botellas y garrafones que llenaban de vino a granel. Cerca del portalón nacía una escalera con quince peldaños hasta alcanzar un descansillo. Martín rememoraba todo como si lo estuviera viendo en ese momento; de niño se sabía de memoria cada centímetro de los escalones, conocía los recovecos de cada piso e, incluso, merced a su olfato, podía distinguir, por el olor que desprendían, a los miembros de cada una de las familias que moraban aquellas viviendas sin necesidad de verlos. Y, sin pretenderlo, fue repasando como en una película antigua las personas con las que convivía, con sus respectivas circunstancias de vida.

Pensando en su niñez, se encontró de repente con la imagen de una mujer joven y atractiva. Martín se emocionó al reconocer la figura de su madre Dorita; hacía mucho tiempo que no pensaba en su amatxo*. Se había detenido en el descansillo del final de la escalera y le decía al pequeño Martín que se diese prisa. El niño, que no atendía al requerimiento de su madre, contemplaba fascinado los peldaños desde el portal sin atreverse a subirlos de dos en dos. Luego presenció cómo su madre se detenía en el primer piso y llamaba a la puerta de Margari, la vecina. La mujer hacía pocos meses que se había quedado viuda al cuidado de cuatro hijos y Dorita se preocupaba por las dificultades que pudiera sufrir su vecina, no quería que se sintiera sola.

En el piso de enfrente de Isabel, no vivía nadie. Habían sido las oficinas de una pequeña empresa que había quebrado y, desde el exterior, se apreciaba el deterioro causado por el abandono. En el descansillo situado entre el primero y el segundo piso había un ventanuco a través del cual se accedía a la tejavana de un pequeño cobertizo abandonado, anexo a las oficinas. Desde la cubierta del cobertizo se podía entrar al interior del piso donde vivía Martín por la ventana del baño y, siendo muy niño, soñaba con deslizarse a través de ella y explorar, gateando por aquella techumbre, cualquier grieta que le permitiera atisbar su interior. Sin embargo, su arrojo se veía frenado por la presencia de ratas enormes, de manera que solo se aventuraba con su imaginación.

Decenas de imágenes del pasado se agolpaban en la cabeza de Martín y una amplia sonrisa se instaló en su cara. Reparó de nuevo en Dorita, su ama*, que le relataba crónicas de la vida, mientras se afanaba haciendo la comida en la cocina de casa. Admiraba su vitalidad, su alegría, la capacidad que tenía de contarle hechos dramáticos sin que él sintiera el menor temor o preocupación.
De esa manera supo, siendo él muy niño, que el marido de Margari había muerto de cáncer de pulmón y se sintió conmovido por la orfandad de aquellos chicos que habían perdido a su padre a una edad tan temprana. Martín tomó conciencia de que el comportamiento de su madre había sido el germen de que en él naciesen los sentimientos de compasión y de solidaridad.

Otras veces, era el propio Martín el que percibía los padecimientos de algunos de los moradores del edificio. Cuando necesitaban en casa algo de sal o un poco de azúcar, subía al tercero, al piso de la vieja Paulina. Martín aporreaba la puerta con los nudillos de su mano y tenía que esperar un buen rato hasta que se abría la puerta. Luego, contemplaba su lento desplazamiento por el pasillo de la casa apoyando sus manos en el peinazo superior del respaldo de la silla. En la cocina siempre estaba Demetrio, su marido.
Era un hombre silencioso, con la boina calada y la piel del rostro engurruñida por años de trabajo a la intemperie; apoyaba el mentón sobre una cachava y de la comisura de la boca colgaba una colilla amarillenta con la ceniza siempre a punto de caerse. Su presencia le sobrecogía, el anciano permanecía callado y con la mirada perdida, parecía esperar la muerte. El pequeño Martín sabía de la preocupación de su madre por el sufrimiento del viejo que se pasaba las noches despierto ahogándose con la tos. Ahora, pasados tantos años, se sorprendía del recuerdo tan nítido que tenía del rostro de aquel hombre, a pesar de que le vio solo en contadas ocasiones antes de que él muriera.

Mientras Martín preparaba la comida de Iván, rememoró el énfasis que ponía su madre cuando le explicaba alguna dolencia que había sufrido tal o cual vecino, como la que padecía Laura. Siendo esta mujer todavía joven, fue diagnosticada de una enfermedad de Addison, mal cuyo nombre intrigaba al pequeño Martín. Dorita decía de ella que era la “mujer eterna” del refrán*, que varios de los vecinos que se habían compadecido de ella creyendo que iba a morir pronto, yacían en el camposanto desde hacía muchos años. De hecho, Laura vivió durante mucho tiempo y era ya vieja cuando murió.

A medida que los recuerdos de los distintos achaques de la vecindad le invadían, Martín tomaba conciencia de que el conocimiento que de ellos tenía estaba relacionado con las narraciones de su madre. Ella le contaba con todo lujo de detalles los síntomas y los padecimientos de sus vecinos o de su propia familia, así como los recursos que empleaba para algunos males, como los emplastos para dolores de garganta o el aceite templado para los oídos. Años más tarde, al cursar los estudios en la facultad de Medicina, los nombres de algunas de las enfermedades que escuchaba en boca de sus profesores se representaban en su mente con las imágenes de personas concretas: la angina de pecho de su abuelo Joaquín, la nefritis de su hermana Eugenia, la meningitis de su primo Iñaki, el aborto de su tía Remedios, el delirium tremens de su tío Indalecio, el colon irritable de su primo Pedro, los tremendos habones causados por las picaduras de chinches que él mismo había padecido, etc.
Se asombraba de cómo su madre, que apenas había ido a la escuela, podía aproximarse tanto, y de una manera tan intuitiva, al conocimiento de la fisiopatología de cada uno de aquellos procesos. Pero, sobre todo, lo que más le maravillaba, era la empatía y la compasión no impostada con la que su madre se acercaba a cada uno de los dolientes de aquellos padecimientos. Ahora, que habían pasado ya tantos años, se sentía sorprendido de la enorme influencia que la personalidad de su ama había tenido en su decisión de hacerse médico.

Su madre también había sabido transmitirle otros sentimientos como los causados por el duelo al morir dos de sus hermanos. Narraba cómo había visto morir a su hermano mayor, enfermo de tuberculosis pulmonar, desangrándose con una hemoptisis severa. También le había contado cómo su hermana pequeña había fallecido víctima de un accidente de tren, mientras caminaba por el andén de la estación. Más adelante, cuando Martín alcanzó la adolescencia, para protegerle de algunas adicciones, dejaba deslizar, como quien no quería la cosa, el idilio de algunas personas con el alcohol para combatir el pesar y la tristeza. Ya convertido en un médico, Dorita le confesaría cómo su propia madre descendió a los infiernos durante unos meses tratando de combatir el sufrimiento producido por la muerte de sus dos hijos. Le expresaba el dolor que sentía al ver a su madre ebria y, aunque comprendía que las personas desesperadas bebiesen vino en un tiempo en el que no existían los antidepresivos ni los ansiolíticos, ella lo aborrecía intensamente; prefería buscar el consuelo de la religión y el alivio que le proporcionaban las plegarias que dirigía a Dios y a la Virgen María. Fue entonces cuando Martín descubrió que la infinita rabia que sentía su madre por el alcohol tenía su origen en las nefastas consecuencias que ella había vivido en su propio hogar.

A Martín se le hacía tarde y se acercó con paso rápido a la ikastola. Divisó a Iván en una patulea de niños jugando en el patio de la escuela. El bullicio era ensordecedor y le costó que su nieto se percatase de su presencia. Cuando lo hizo, Iván se aproximó corriendo alegre y desenfadado y se encaramó a su cuello abrazándole. Por el camino le contó las peripecias de la mañana, lo que le había hecho mengano o le había dicho zutano. Después de comer, el chico se quedó adormilado en el sofá y, mientras recogía la cocina, Martín se entregó de nuevo a su pasado. Sabía que los recuerdos no eran siempre lo que parecían, que las emociones los coloreaban. Los relatos de su madre, sus crónicas de la vecindad y de la familia, plenos de sensibilidad, emoción y ternura, se habían convertido en vivencias íntimas. Su amatxo siempre había sido un modelo de entereza ante las adversidades, enfrentaba la vida con valentía y nunca se olvidaba de las penurias del prójimo, proporcionándole lo que estuviera en su mano y pudiese necesitar. Con su ejemplo le había enseñado a mostrarse sensible con el sufrimiento y el padecimiento de las personas, a dedicar palabras de ánimo y consuelo en su desdicha, a mantener una sonrisa tranquilizadora cuando lo necesitaban y a alegrarse cuando la gente mejoraba. Martín comprendió que había sido ella con su ternura, sus besos y abrazos, sus palabras, sus ideas y sus valores, quien había propiciado su educación emocional y sentimental; era el modelo sobre el que había construido su carácter y había sido la principal motivación para que él hubiera ejercido la medicina de una manera solidaria y compasiva.

Se sintió profundamente conmovido con el recuerdo de su ama y no pudo por menos que apenarse por su nieto. Lamentó que jamás pudiera conocer a su propia madre, recordar su aroma, recibir sus besos, sentir sus abrazos, que nunca tuviera la oportunidad de emocionarse con ella, y se propuso paliar, en la medida de lo posible, esta tremenda desgracia, proporcionándole todo el amor del que era capaz.

Entonces se acercó al pequeño y lo abrazó con fuerza.

Iván se despertó y le dijo sonriendo:

  • ¡No me aplastes, aitona!

Dedicado a mi madre Teodora Arruabarrena Irastorza.

Autor de la ilustración Omar Clavé Correas.

 

En euskera: *Ikastola: escuela, * gela: clase, aula, *Aitona: abuelo, *Amatxo: madre, *ama: madre. *Refrán: “Mujer enferma, mujer eterna”.

 

 

 

 

“Díganme no”


 

“Díganme no”

”Uno no es joven como quiere sino como puede”

J. Presman
Especialista en Medicina Interna y experta en Salud del Adolescente. Córdoba, Argentina.

 

Adolescere 2019; VII (1): 77

 

Miguel había decidido dejar de consumir marihuana, “el vicio”, como él mismo le decía.
Estaba consumiendo mucho. Sin parar, sin control. Y se cansó.
Quería estar más alerta para el estudio, no tener más accidentes con la moto, no tener que mentirles a sus padres.
Le expliqué que para ayudarlo le haría controles de droga en orina en un laboratorio.
Noté que se sonrojaba cuando le di la orden.
Sospeché que seguía consumiendo pero, para mi sorpresa,
me dijo que prefería que le hiciera dopajes con tiras reactivas al azar, sin avisarle.
Si le daba la orden del análisis, él podía decidir cuándo realizar el dopaje y evitar un resultado positivo.
Ya lo había hecho. Esta vez no quería engañar a nadie. Esta vez quería un verdadero control.
Me quedé pensando, Miguel quería que realmente yo no le permitiera consumir.
Me estaba pidiendo a gritos que NO lo dejara solo… con la droga.
Me estaba diciendo que no me dejara engañar.

Marta había bajado de peso hasta llegar a sus 30 años con 30 kilos.
Había logrado hacer una vida normal engañando a todos. Se ponía ropa suelta, estudiaba, era amable.
Su contextura pequeña la ayudaba. Comía muchas verduras y frutas.
Cuando le dije que se iba a morir si no recuperaba peso, quedó shockeada y empezó a comer mejor.
Recuperó diez kilos pero en un momento se estancó.
Le faltaban unos cinco kilos para llegar a un peso saludable.
Y yo ignoraba que ella le tenía terror a pasar del número cuarenta.
Concurría al tratamiento, leía su registro de comidas, se dejaba pesar, pero… el fiel de la balanza no se movía.
Antes de que pudiéramos averiguar lo que pasaba, la naturaleza le jugó una mala pasada
y tuvo una complicación clínica que casi la lleva a la muerte.
Fue entonces que, internada, confrontada con esa realidad, confesó que mentía,
que dibujaba su registro de comidas, que se atoraba de agua y verduras antes del pesaje y que luego vomitaba.
Sentí que me había pedido que la descubriera y yo no vi las señales.

Los pedidos de ayuda de los adolescentes pueden ser crípticos, oscuros, encubiertos.
Pocos dicen: quiero llamar la atención, quiero que me ayuden.
Siempre exponen su cuerpo, sin límites, en este desesperado SOS.
Las manifestaciones son diversas: dejar de comer, seleccionar la comida,
comer a escondidas, aislarse, consumir alguna sustancia, estar ausente o distraído,
agresivo, irritable, arriesgarse demasiado. La variedad es amplia.
Se juegan todo por el todo, sienten que no tienen nada que perder.
Poder interpretar y ayudar exige un esfuerzo enorme de nuestro lado, del lado adulto.

Hay que reescribir la historia, ganarse la confianza,
acompañar y transmitir que vale la pena seguir, sin necesidad de tan alto costo.
Transmitir que se puede vivir sin hacerse daño.
Ellos no siempre están dispuestos a hablar.
Somos nosotros los que tendremos que poner en palabras dichos actos
para tender un puente en la comunicación.
Eso implica estar atentos, dedicar cierto tiempo, hacernos preguntas, consultar.
Y debemos aprender a tolerar la frustración.
El camino de la verdad es zigzagueante, con valles y quebradas, con caídas y nuevos comienzos.
Nosotros también tenemos que poner el cuerpo.
Cansa, requiere perseverancia, es una nueva parición, la última.

 

 

 

“Pablo”


Titulo

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

 
Pablo

 
 

Marijose y Natxo

A veces, percibo un cálido aliento en mi nuca y noto cómo mi espíritu se desvanece ante un mundo fascinante e incomprensible, pero más bello y auténtico, así me lo parece, que el mundo real. En esos momentos, presiento que la esencia de algunas personas, vivas o muertas, trasciende la realidad, pero pasan algunos días o semanas hasta que alcanzo plena conciencia de ello. En este mundo, que se pretende científico y en el que se considera veraz tan solo aquello que se puede ver o demostrar, fácilmente se nos tacha, a los que así sentimos, de fantasiosos, cuando no de embaucadores.

Hace unos meses, Marijose, enfermera del servicio de Hospitalización a Domicilio, me habló de un adolescente a quien acababa de atender en su casa. Tanto mi cómplice como Natxo, el médico que la acompañaba en las visitas domiciliarias, estaban profundamente conmovidos por este muchacho que padecía una terrible enfermedad. Sus padres les contaron que había sido un bebé diferente a los demás; no había llegado a gatear y se demoró varios meses en dar sus primeros pasos. Cuando pudo ponerse en pie, advirtieron que caminaba de una manera extraña; se desplomaba al suelo sin que le diera tiempo a protegerse con las manos.
La pediatra les recomendó hacer un análisis para descartar algunas enfermedades que podían causar aquellos síntomas, pero prefirieron esperar a realizar las pruebas más adelante. Fue al cumplir los tres años de edad, cuando Pablo fue diagnosticado de un mal incurable y progresivo. Ahora, contaba dieciocho años de edad.

Marijose me decía que el corazón de Pablo se había debilitado mucho en los últimos meses y se fatigaba. Su madre estaba muy preocupada porque, además del resuello, había perdido el apetito y sufría un deterioro imparable, a pesar de las medicinas que se le administraban y de disponer de un aparato de ventilación que le ayudaba a respirar. Cuando le visitaban en su domicilio, Pablo les iba señalando los pormenores de su delicada situación con un tono de voz muy bajo. Una mascarilla, que le proveía de oxígeno, ocultaba parcialmente su rostro, destacando aún más sus expresivos ojos azules. Al finalizar la valoración médica y de enfermería de cada día, dedicaban algunos minutos a hablar de asuntos relevantes para el joven como los juegos de ordenador o la pasión que sentía al escuchar la música. El flujo de calidez y de simpatía que se fue generando entre Pablo, su madre y ellos dos, les aportaba la energía que necesitaban para compartir aquellos momentos tan duros, pero insustituibles y maravillosos. Fueron semanas de intensa dedicación en las que los dos expertos sanitarios se fueron despojando de su indumentaria profesional, mostrándose en su desnudez más humana. De una manera natural, el facultativo soñó que acudiría con su joven paciente a escuchar su música favorita e imaginó que se acercaría con él a cualquiera de los conciertos programados esa temporada. Un halo de esperanza cubría con un velo a la muerte que acechaba sin atender las peticiones de clemencia…

A medida que yo iba conociendo los pormenores de aquella relación, sentía un soplo de amor que me acariciaba, una ola creciente de simpatía y de buenos sentimientos hacia aquel chico y su familia. Mi deseo de conocerles solo se veía frenado por el pudor y las convenciones sociales. Me preguntaba quién era yo para inmiscuirme en el sufrimiento de aquella familia; mi presencia, ¿no sería tomada como una intromisión en el trabajo de mis compañeros? Dejé que el tiempo fluyera y, lamentablemente, no pude conocer personalmente a Pablo.

Felipe y Cristina

Tengo el firme convencimiento de que todas las vidas se merecen el máximo respeto. Algunas parecen plácidas y amenas, otras son de una dureza sobrecogedora, pero todas poseen algo especial que nos enseña y nos transforma. En toda una vida dedicada a la medicina, he aprendido que el dolor tiene muchos rostros, que se presenta de muy diversas maneras y que, a pesar de su cotidianeidad, nunca llega uno a acostumbrarse del todo cuando lo contempla. Reconozco también que no resulta fácil distinguir los matices que permitan explicarlo y transmitirlo a los demás. El diccionario se queda huérfano de vocablos capaces de expresar el dolor por la muerte de un hijo o de una esposa, o de otros derivados de la enfermedad o la pérdida de un amor y, a veces, solo nos queda llorar, buscar cobijo en el regazo de una persona amiga o recluirnos en la soledad. Opino que muchas de las páginas más bellas de la literatura universal han nacido de la experiencia de sufrimiento del ser humano.

Cuando supe que el último aliento de Pablo vagaba por el universo, sentí que mi deseo de conocer a Felipe y Cristina, sus padres, se había transformado en una imperiosa necesidad. Al mismo tiempo, advertí el temor de adentrarme en un territorio desconocido y sagrado; sentí, también, el miedo de que cada palabra y cada recuerdo que hiciera renacer con mis preguntas y con mi presencia, ciñera aún más la pesada corona de espinas que soportaban sus padres y que el sufrimiento acabara arrasándolo todo.

Habían pasado casi cuatro meses desde que Pablo hubiera emprendido su viaje sin retorno, cuando me reuní con sus padres en una cafetería. No parecía el lugar idóneo para expresar emociones; sin embargo, la intensidad de nuestros sentimientos generó una poderosa burbuja protectora alrededor nuestro. A estos encuentros, se sucedieron algunos más, y, poco a poco, pude intuir una mínima parte del sufrimiento que los aitás de Pablo habían sobrellevado durante tantos años. Pero también pude vislumbrar la existencia de una rendija, de una puerta entreabierta a la esperanza: Pablo nos había dejado la experiencia de su vida y su enfermedad señalando un camino que debería servirnos para mejorar la atención de otros jóvenes como él.

La primera vez que escuché a Cristina, se señalaba con el brazo su propio vientre buscando palabras imposibles que revelaran el terrible desgarro que sentía desde la muerte de Pablo. El hilo que los había unido en la concepción no se había roto al nacer y, ahora, la parca, sin la menor compasión, se lo había arrancado de cuajo, extirpando al hijo de sus entrañas. Sus ojos le dolían, estaban casi secos de tanto llorar, hasta el aire que respiraba la abrasaba por dentro. Ninguna plegaria aliviaría su alma herida. Trataba de consolarse queriendo discernir la luz que irradiaba su hijo en las noches estrelladas. El resto del tiempo, todo era penumbra.

Felipe expresaba su amor en silencio, un amor sin condiciones. Durante años, había sacado fuerzas de flaqueza y el ánimo necesario para proporcionarle a Pablo todo el calor que requería. Junto a Cristina, había construido un universo de amor para su hijo. Ambos, habían decidido vivir con intensidad cada minuto de la vida de su tierno vástago, recorrer su infancia con la convicción plena de que le quedaba poco tiempo de disfrutar, de conocer, de jugar, de amar. Dedicarían su existencia a gozar con él del mar y la naturaleza, entre visita y visita médica; a cuidar y acariciar su cuerpo, acompañarle en sus estudios y sentirse orgullosos de su inteligencia.
Entonces, no tenían tiempo de llorar por la futura pérdida de un ser único e, incluso, durante algún tiempo, mantuvieron la esperanza de que la medicina lograse algún avance que permitiera frenar, o tal vez curar, la enfermedad.

Cuando me reunía con ellos, percibía el halo de tristeza que les rodeaba y, al volver a casa, meditaba sobre la dureza que les había supuesto el convivir con el sufrimiento de su propio hijo y con la impotencia de saber que nunca habían podido absorber parte de su dolor; también sentía como propio el abatimiento que les causaba su ausencia y lo difícil que resultaba rumiar semejante pesar; no podía por menos de lamentar que tantas personas jamás le hubieran conocido y que, como yo mismo, no hubiesen podido apreciar la belleza de un alma como la de Pablo; no podía por menos de comprender el dolor de Felipe y Cristina: ¡Cómo había podido el Señor permitir tamaño sufrimiento!

Pablo

Mi jubilación está cercana y, en pocos días, me iré despidiendo de algunos enfermos de la consulta. El pesar de cientos de rostros acude a mi mente mientras trituro informes e historiales médicos que se han ido acumulando en estos cuarenta años de profesión. Empaquetando algunos libros que me llevaré a casa, no puedo evitar que el recuerdo de tantos seres que he atendido, apreciado y querido a lo largo de mi vida, se entremezclen con las conversaciones que he mantenido con los aitás de Pablo a lo largo de las últimas semanas.

A medida que, Cristina y Felipe, me iban confiando su dolor, la imagen de Pablo se iba haciendo más traslúcida. Retrocedí dieciocho años atrás e imaginé a un niño sonriente en brazos de su madre henchida de gozo. La contemplé inclinando su rostro sobre la tripita del bebé estampándole un sonoro beso arrancando una alegre carcajada en el niño. Su marido acababa de volver del trabajo y, con sus brazos, rodeaba la cintura de su esposa observando aquella escena de amor. Él posó sus labios en la nuca de su esposa y dejó que acabase de ponerle el pañal. Luego, levantó a su hijo en brazos y lo miró sonriente. Sintieron que la felicidad no podía ser más completa, pero, sin motivo aparente, una leve inquietud atravesó como un rayo sus almas causándole un cierto desasosiego…

Lo que al principio pareció una ligera neblina, luego fueron densos nubarrones. Pablo tardaba mucho en soltarse a caminar y, cuando por fin lo hizo, golpeaba, al caerse, la tierra con tal violencia que su rostro se cubría de chichones morados y, a veces, se teñía de sangre. Las pediatras se convirtieron en una compañía cada vez más habitual. Por un momento, me esfuerzo en imaginar cómo se sintieron sus padres cuando comenzaron a temer por el amor de sus vidas y empiezo a comprenderles. Pero me horroriza pensar en el aciago día en que la palabra “Duchenne” golpeó sus oídos; me siento desfallecer, incapaz de acompañarles en su sufrimiento. ¡Qué terrible me resulta la idea de que un hijo mío viviera con una terrible enfermedad de por vida y que, probablemente, falleciera antes que yo! Aunque también me resulta pesaroso imaginar que yo estuviera en trance de morir y dejase a mi hijo desvalido sabiendo que ya no podría contar con todo mi apoyo y mi cariño.

Sin embargo, me siento muy cercano al amor que Felipe y Cristina dispensaban a su hijo. Entiendo que la sonrisa y la alegría de Pablo podían con cualquier obstáculo y alcanzo a comprender el coraje de sus aitás al contemplar aquella criatura tan hermosa. Además, puedo suponer que mi firmeza -también mi dolor- aumentaría cada día que pasaba al comprobar que las virtudes de aquel pequeño ser no hacían más que medrar. Cristina me dice que su hijo tenía un carácter afable y se relacionaba con facilidad con personas de distintas edades. Disfrutaba de las comidas y tenía un espléndido sentido del humor. Que era ingenioso, noble, agradable, inteligente, educado, galante y sensible. Sus palabras, me hacen concebir a un Pablo respetuoso con sus amigos, agradecido de sus cuidadoras, ávido de conocimientos en la escuela y con proyectos de futuro; me hablan del precioso mundo de colores que Pablo apreciaba: el sol, la lluvia, las nubes, el viento, el aroma de las flores, la frescura de los árboles en el verano, la perfumada brisa del mar, las melodías, el trino de los pájaros, las caricias, … todo le invitaba a ser feliz.

Deduzco que, en la escuela, descubrió sentimientos maravillosos que nunca antes había experimentado, como la amistad o la belleza, y que pudo disfrutar con las ocurrencias de otros niños, escuchando sus confidencias, sintiéndose apreciado y querido. También imagino que no todo era de color de rosa y, aunque fuese un niño dichoso, no podría evitar compararse con el resto de sus amiguitos y amiguitas. Por sus aitás, sé que se preguntaba por qué no podía hacer algunas cosas como los demás y que llegó el día en el que supo que padecía una enfermedad que le impedía ser como el resto de los niños; pero también me dijeron que, lejos del desaliento, su inteligencia y su buen talante le sirvieron para cultivar otras habilidades que le permitieron soñar con un porvenir laboral en el mundo de los videojuegos y disfrutar de las posibilidades que la informática le ofrecía en el campo de la música electrónica.

La cruel progresión de la enfermedad empañó su ánimo, cercenó sus esperanzas. Cada día que pasaba, su movilidad se reducía. La silla de ruedas y el aparato de ventilación mecánica se hicieron compañeros inseparables. El universo de Pablo fue menguando; dejó de acudir a la piscina y tampoco quería salir a la calle. Le avergonzaba que pudieran verle con el respirador o que comprobaran el progresivo deterioro físico que estaba sufriendo. Para colmo de males, cuando su salud más se resentía, se había convertido en un ser adulto para los servicios sanitarios.

A pesar de todas las atenciones médicas y de los primorosos cuidados que le dispensaban en su hogar, su salud siguió empeorando. Le costaba respirar, no le apetecía comer, adelgazaba y cada día se sentía más agobiado. Temía que algo pudiera separarle de sus padres y quería que estuviesen siempre junto a él. Luchaba para impedir que el sueño le venciera en la oscuridad; solo dejaba que, al alba, el cansancio serenase su espíritu y que un dulce sopor lo invadiera. Prisionero de una gran angustia, un día no pudo evitar decirle a su madre: “¡Que tus ojos sean lo último que vea cuando cierre los míos! ¡que tu rostro me acompañe en ese viaje que presiento y que tanto temo”!

Cristina y Felipe
(últimas notas)

Desde un punto de vista sanitario, Cristina y Felipe vivieron con gran desasosiego el salto de la atención pediátrica que recibían a la de adultos. Llegó a convertirse en un objetivo del propio Pablo, el que su experiencia sirviese para mejorar la asistencia de futuros pacientes como él. No deseaba que otros jóvenes sufriesen algunas de las vivencias que había padecido. Salvo contadas excepciones, en aquel traspaso se perdió parte de la magia y del encanto que le habían proporcionado aquellas profesionales especializadas en la atención de los niños.

Los últimos meses de su vida fueron terribles para sus padres. Pablo les decía que algo le oprimía por dentro y que no lograba relajarse. Cada día se sentía más ansioso y sus padres temían que los medicamentos que les recomendaban, empeorasen la enfermedad que padecía. Las noches se hicieron eternas. Cada poco tiempo debían cambiarle de postura y solo alcanzaba algunas horas de descanso después del alba. Las comidas se convirtieron en un auténtico infierno; cada día, tenía mayores dificultades para tragar. Los recursos tecnológicos de que disponían, no le resolvían los problemas respiratorios que presentaba y, a veces, se despertaba sobresaltado con una inmensa bocanada de aire.

Cristina dice que los últimos días todos se fueron desmoronando y que han desaparecido de su memoria muchas de las horas que vivieron juntos. Sin embargo, recuerda que le preguntaba a Pablo que no veía al hijo que ella conocía, que dónde estaba. Y él le respondía que estaba escondido, que tenía miedo. Le pesa en el alma que cada día le costara más esfuerzo mantenerse despierta para solventar todas las necesidades de Pablo.

Una noche su hijo tuvo alucinaciones y, al poco, dejó de comer y entró en un estado de semiinconsciencia. Dice que le lavaron con agua caliente, le dieron crema por todo el cuerpo, le pusieron calcetines para calentar sus pies, le humedecieron la boca con un paño de agua tibia y le dieron cacao en los labios. Cristina y Felipe le asieron de la mano y musitaron palabras de amor. Con un dolor inmenso sintieron que Pablo se moría; finalmente, exhaló su último suspiro.

Felipe y Cristina me confiesan que jamás perdieron la esperanza y, aunque nunca hablaron directamente de la muerte con Pablo, sabían que no deseaba morir, pues se consideraba muy joven y con muchas cosas por hacer. Creen que su hijo se marchó con el desconsuelo de saber que la medicina no estaba tan avanzada como pensaba y que algunos de los facultativos que le atendieron no supieron captar las necesidades físicas y psicológicas que tenía. También, que su hijo murió deseando que otros como él no sufrieran la experiencia de extrañar a sus pediatras, que les siguieran atendiendo hasta el final de sus vidas.

Cristina, Felipe, muchas gracias por hacernos partícipes de vuestras vivencias.

Y para ti, Pablo, un fuerte abrazo donde quiera que te encuentres.

Pablo padecía una Distrofia Muscular de Duchenne

 
 

 

 


La hermana


Titulo

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

 
La hermana

 
 

Eduardo salió de la ciudad cuando el mes de noviembre tocaba a su fin. Era su intención pasar unos días en su pequeño refugio riojano de Tobía. Nada más llegar al pueblo, recogió algunos maderos de la leñera y encendió la estufa. Después de realizar algunas pequeñas labores domésticas en la casa, se apoltronó en el sillón de la sala al calor del fuego y se entretuvo leyendo el libro “Mortal y Rosa”, de Paco Umbral. Su lectura, le pareció dolorosa, profunda, sublime. Las horas pasaron tan rápido que, para cuando levantó la vista, afuera estaba anocheciendo y, como correspondía a un tiempo otoñal, llovía y hacía frío.

Dejó su asiento y se acercó al ventanal. Pasó la palma de la mano por el cristal empañado por el vaho y pudo atisbar cómo se desprendían las últimas hojas amarillentas de los chopos. Luego, volvió la vista hacia el interior del pueblo y, mientras contemplaba abstraído las casas vecinas débilmente iluminadas por la luz mortecina de unas farolas, se adueñó de su pensamiento una imagen recurrente que no lograba desterrar en las últimas semanas: el cadáver de su hermana. Habían transcurrido cerca de cincuenta años de aquel trágico accidente y, solo ahora, cuando faltaban unos meses para su jubilación, sentía la imperiosa necesidad de meditar sobre aquel dramático periodo de su vida y de reflejar sus vivencias por escrito. No se lo pensó más tiempo y, aproximándose al secreter, abrió su diario y se esforzó en recordar su pasado. Le pareció bien comenzar escribiendo que acababa de cumplir sesenta y tres años y que se hallaba en el otoño de su vida; pero, rápidamente, lo desechó, ya que le pareció un recurso literario muy manido y, además, le resultaba redundante sobre el papel, ya que se correspondía con la estación del año.

Pasó un buen rato frente al diario y, como no se le ocurría nada más, lo abandonó y se paseó distraído por el interior de la estancia. Mientras observaba a través de la ventana los regueros de agua que se formaban en la calle, le vino a la memoria que, unos meses antes del accidente que puso fin a la vida de su hermana, había fallecido, en el curso de una intervención quirúrgica de corazón, el hermano de Cayo, un amigo de la infancia. Cuando le vio desfilando junto a su familia en el funeral de su hermano, una desconocida aflicción se apoderó de él. Entonces, se sintió abrumado por la pena y, como no sabía discernir lo que sentía ni cómo podía consolar a su amigo, los días que siguieron procuró acercarse a él, de manera que no se sintiera solo, que notara el calor de su compañía. Ni siquiera podía imaginar que, al poco tiempo, sería él mismo quien acompañara a sus padres en ese doloroso trance.

Por aquellas fechas, Eduardo contaba quince años de edad; algunos granos le afeaban la cara y un vello ralo sombreaba su labio superior. Permanecía parte del tiempo callado, pues se avergonzaba del cambio de tono de su voz y de los gallos que, rebeldes, se escapaban cuando menos se lo esperaba en la mitad de una frase. No hacía mucho tiempo que su madre le había descosido los bajos del pantalón para alargarlos y se habían quedado cortos de nuevo. El primer día de cada mes, se acercaba a una de las esquinas de la alacena de la cocina y, con un lápiz, hacía una señal donde llegaba su cabeza. El análisis de las marcas mostraba, sin lugar a dudas, que se estaba produciendo aquel “estirón” del que sus padres le habían hablado, y que él tanto había ansiado. No había pasado mucho tiempo desde que su cabeza hubiera rebasado los hombros de su hermana e, impaciente, soñaba con el momento preciso en el que alcanzase su estatura y la superase. Según sus cálculos, le faltaba pocos meses para conseguirlo. Sin embargo, aunque era evidente que estaba creciendo con rapidez, su altura seguiría siendo demasiado baja para que pudiese practicar, con ciertas garantías, el que desde hacía un par de años era su juego favorito: el baloncesto. También era verdad que hubiera deseado pertenecer al equipo de fútbol del colegio, pero tenía que reconocer que había otros compañeros que lo hacían mejor que él y había decidido probarse en otros deportes en los que quizá pudiese destacar.

Eduardo volvió al escritorio e hizo memoria de aquel día que marcaría su adolescencia y el resto de su vida: “Era sábado. Por la mañana, habría ido a clase o habría jugado algún partido de fútbol o de baloncesto. No lo recordaba a ciencia cierta, pero lo que sí podía asegurar era que, por la tarde, se había juntado con sus amigos y, como en otras ocasiones, habrían ido a tontear delante de las muchachas que les gustaban. Se imaginaba, por las miradas y las risas, que ellas también sentían algún interés por aquellos mozalbetes que correteaban y les gritaban al pasar. Eduardo notaba que una sensación extraña recorría su cuerpo y que su cara enrojecía, al cruzarse con los ojos de una de ellas. Aquella joven, a quien apodaban “la sonrisas”, le gustaba, pero no era la única por la que se sentía atraído, ya que también se interesaba por “la moli” o “la bollito”. ¡Le parecían tan guapas!

Después de recorrer con sus compañeros las calles céntricas del pueblo detrás de las chicas, comiendo algunas pipas y fumando a escondidas, se hizo de noche y, mientras emprendían la vuelta a sus casas, vieron que un numeroso grupo de personas se arremolinaba en torno a una de las curvas de la carretera general que atravesaba la población. Oyeron, que alguien decía, que había habido un accidente; pero lo que él creyó en ese momento, es que no habría pasado nada realmente importante. Ese pensamiento le perseguiría a lo largo de toda su vida.”

A Eduardo no le resultó fácil describir los acontecimientos que sucedieron aquella noche. En su memoria se agolparon a modo de destellos, imágenes, aparentemente inconexas, en las que se confundían sentimientos y emociones que, estaba seguro, aquel adolescente no sabía interpretar en esa época. Al evocar aquellos días tan funestos, por un momento temió que el sufrimiento se volviera a instalar en su espíritu. De pronto, sintió que le faltaba el aire y, aunque afuera seguía lloviendo y hacía frío, se levantó del asiento y salió al exterior de la casa. Dio un par de vueltas por la era y, cuando se hubo serenado, buscó el cobijo de aquel tiempo tan desapacible guareciéndose en el porche de la casa. Se apoyó en el muro de la vivienda y, subiéndose el cuello del impermeable, cerró los ojos y rememoró su pasado:

“Un conocido del pueblo llamó a la puerta de su domicilio. Su padre, Joaquín, cruzó algunas palabras con él y, sin cerrar la puerta, se acercó a su madre, Dorita, y le dijo que María Eugenia, la hija de ambos, había sufrido un accidente. Se pusieron las primeras prendas de abrigo que hallaron y salieron con prisas de la casa. Era de madrugada cuando regresaron. Eduardo no se había podido dormir y dando un brinco saltó de la cama cuando escuchó el chirrido de los goznes de la puerta. Desde el umbral de su dormitorio, vio a sus padres profundamente abatidos adentrándose por el pasillo. Sus rostros habían envejecido varios años. Su padre se acercó a él y, con la voz afectada por el dolor, le comunicó que su hermana había muerto.

Eduardo sintió que le temblaba todo el cuerpo y no supo si la causa de su estremecimiento era aquel tiempo tan inclemente o el trauma de revivir su pasado. Volvió al interior de la vivienda y, permaneciendo en la oscuridad, dejó que los recuerdos le invadieran nuevamente: “…se alejó de su padre y fue a resguardarse a uno de los rincones de su habitación. De repente, cobró conciencia de que se había convertido en hijo único y de que nadie competiría con él por el cariño de sus padres. Al instante, un enorme sentimiento de culpa le embargó por haber albergado aquel pensamiento tan mezquino, aunque solo fuera unos segundos. Después, le atenazó una oscura soledad y, pasados algunos minutos, comenzó a llorar. No sabría calcular cuánto tiempo estuvo escondido en la penumbra, pero sí que, desde aquel recoveco, escuchaba el llanto desconsolado de su madre. La noche se le hizo eterna.

Por la mañana, se enteró de lo que había sucedido, cómo un camión de la marca “Ebro”, al tratar de adelantar a otro vehículo pesado en la curva que se conocía “del hospitalillo”, había chocado con la cabina delantera y, desviándose de su camino, había invadido la acera por la que transitaban en ese momento María Eugenia y su novio, así como una joven del mismo nombre que su hermana, que también había fallecido. Solo el novio había logrado sobrevivir, aunque con heridas muy graves.

Era mediodía cuando llevaron al domicilio el ataúd que contenía el cuerpo de su hermana envuelto en un sudario. Un lienzo blanco lo cubría casi en su totalidad dejando visible solamente la cara. Era la primera vez que reparaba en la palidez cérea de la muerte. Se acercó y recorrió con sus dedos la frente de su hermana. Su rostro estaba gélido y sintió una gran conmoción. Fue su bautismo en un dolor hasta entonces desconocido y que tardaría tiempo en aliviarse. La esquela anunciaba en el periódico que la familia agradecía las muestras de apoyo, pero que no deseaba recibir visitas, quería condolerse en la intimidad. Sin embargo, el estupor que se generó en el pueblo fue tan grande, que varias decenas de convecinos acudieron para dar el pésame a sus padres y velar el cadáver.”

Eduardo recordó cómo, en aquel momento, “no lograba abstraerse del entorno y no podía evitar que sus oídos se vieran invadidos por las conversaciones entrecortadas, a veces como en susurros, por los llantos, que se intensificaban al aparecer los parientes de sus padres, entre los rezos y las letanías. Se topaba con personas que nunca había conocido y experimentaba un sentimiento de extrañeza que le hacía sentirse totalmente desubicado en su propia casa. Deambulaba de una habitación a otra y, cuando necesitaba estar solo, se refugiaba en el baño. A pesar de ello, eran tantas las personas que acudían al velatorio, que enseguida le sacaban de su ensimismamiento y se veía forzado a abandonar su escondrijo.

Cuando se celebró el funeral, pudo ver de soslayo las caras compungidas de algunos de sus amigos mientras se acercaba al altar en compañía de sus padres. De lo que sucedió en la iglesia solo le quedó la impresión en su memoria del llanto de su madre, el aroma del incienso y el sonido de la música sacra.

Los meses que siguieron fueron duros, dolorosos. La casa estaba siempre desangelada, fría, y todo era tristeza, pena y sufrimiento. A diario, su madre, vestida de luto, visitaba la tumba de su hermana, rezaba y lloraba desconsolada, y, a veces, él la acompañaba. Necesitaba hablar de su hija para aliviar su aflicción.”

En ese momento, Eduardo se sintió agobiado por el torrente de emociones que le dominaban y abrió los ojos. Todo permanecía silencioso y oscuro. A su mente se asomaron algunas palabras que su madre repetía y que le causaron una honda impresión; le dejaron tan profunda huella que le acompañarían toda su vida. Repasó mentalmente lo que escribiría en su diario: “Su madre le decía que, el día que María Eugenia había fallecido, la vio marcharse feliz al encuentro de su novio, como si estuviera en éxtasis.

Mientras tanto, su padre libraba su propia batalla contra el sufrimiento, rumiando su dolor y su llanto en soledad. Años más tarde, cuando su madre dejó de acudir al cementerio, su padre tomó el relevo y empezó a subir la empinada cuesta que llevaba al camposanto a diario. Tuvieron que pasar veintitrés años para que, al morir su padre y recoger sus pertenencias, vislumbrara su sufrimiento. Encontró una carta destinada a un amigo de su juventud que nunca llegó a enviar, pero que guardaba celosamente en su cartera, en la que narraba su pesar y su dolor por la muerte de su hija. Al saberlo, Eduardo se arrepintió de no haber sido más afectuoso con su padre, de no haberle abrazado tanto como lo había necesitado.

Pronto comprendió que la vida ya nunca sería igual. Iba al colegio y se esforzaba por tener unas buenas notas para no disgustar a sus padres, pero no le resultaba fácil arrinconar el dolor y la tristeza que se vivía en la casa. Se olvidaba de todo cuando disputaba un partido de fútbol o jugaba a la pelota en el frontón, pero, al volver al hogar, reaparecía la grisura y el dolor. Procuraba parar poco por su domicilio, salía y se juntaba con sus amigos y, cuando estaba con ellos, buscaba la compañía de Cayo, pues notaba que el dolor los había hermanado, y la de Mañu, otro amigo que había perdido a su madre al poco tiempo de morir su hermana. Los tres, sin necesidad de palabras, se sentían bien, unidos por el mismo dolor, por la añoranza del ser querido, por la incomprensión de lo sucedido y por la necesidad de sentirse queridos.

Un día, algo cambió. Habían pasado casi dos años de la muerte de su hermana, cuando coincidió con ella en el autobús. Nunca había visto unos ojos más bonitos y una mirada tan triste. Se enamoró al instante y, al poco tiempo, empezó a salir con ella. Entonces supo que podría volver a ser feliz…”

Eduardo suspiró y, aunque nunca había aprendido a fumar, encendió un pitillo, pues necesitaba algunos minutos de sosiego. Pensó que ese pequeño gesto podría aligerar un poco el lastre emocional que la memoria le imponía a su espíritu; que, consumir un cigarro, le permitiría poner algo de distancia. Cuando inhaló el humo del tabaco, sufrió un fuerte acceso de tos y sintió que se mareaba. Enseguida, cayó en la cuenta de que fumar, escuchar música, leer y hasta escribir, eran distracciones que le habían permitido huir de una dura realidad durante toda su vida. Supo que, en lo más recóndito de su alma, lo que no quería era reflexionar sobre lo que le había supuesto la muerte de su hermana. Y que su mente siempre se había fabricado los muros que necesitaba para contener el pavor que le causaba enfrentarse a la ausencia de María Eugenia.

Como seguía a oscuras en el interior de la casa, consideró que debía encender la luz y escuchar música o ponerse a leer, pero, finalmente, se sobrepuso al miedo que le paralizaba con el auxilio de una voluntad hasta entonces desconocida. Dejó su mente libre y apareció la imagen de su hermana que le preparaba la comida como todos los mediodías. Ella, en silencio, le prestaba atención a todo lo que él le decía. Escuchaba la retahíla de problemas que había tenido aquella mañana con algún amigo en el recreo o le prestaba oídos a su preocupación, porque el examen no le había salido tan bien como esperaba. Luego, le servía la comida. A veces, cuando él renegaba y decía que no quería comer más o que no le gustaba la comida, con paciencia y con dulzura le explicaba la difícil situación económica familiar; cómo sus padres, que a esa hora siempre sesteaban, trabajaban sin desmayo en la sastrería para que pudiera disponer de aquellos alimentos que él rechazaba y para que pudiese seguir estudiando en un colegio privado. Sin alzar la voz, le decía que sus padres se sacrificaban mucho por ambos, que debía comprenderlos y sentirse muy agradecido, como ella lo estaba, del enorme esfuerzo que hacían para que nada importante le faltara a ninguno de los dos. Pasados algunos meses de su muerte, Eduardo fue consciente de que su hermana había renunciado a sus estudios al cumplir los catorce años de edad y había empezado a trabajar con sus padres en la sastrería, proporcionándoles la ayuda necesaria para que pudiesen hacer frente al trabajo que se les amontonaba y evitar que se hundiera aquel comercio familiar que siempre amenazaba con la ruina. También, recordó cómo, en esa época, se sintió abrumado por la responsabilidad al saber que sus padres pudieron costearle los estudios de medicina gracias a la indemnización que cobraron por la muerte de su hermana. Más tarde, tuvo el presentimiento, y después la certeza, de que su hermana le acompañaría a lo largo de toda su vida proporcionándole su amparo y su protección.

Esta vez, Eduardo, volvió a estremecerse, pero no por el temporal que azotaba el exterior de la casa, sino rememorando el desprendimiento, la generosidad de María Eugenia, y, sobre todo, su ternura y su bondad. Su hermana seguiría viva hasta el día que él muriera y se comprometió a que lo siguiera estando en la memoria de sus descendientes. Emocionado, meditó si el discurrir de su vida había sido digno merecedor de aquel sacrificio y, cuando finalmente se serenó, se fue durmiendo.

 
 

 

 


Claroscuro

 

Titulo

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

 
claroscuro

 

Aquel día acudí temprano a trabajar. Saludé a las enfermeras del turno de noche y me dirigí al despacho. Encendí el ordenador y quise saber cómo se encontraba Andoni. Comprobé que, al igual que las anteriores, había sido una mala noche. El médico de guardia y la enfermera habían procurado aliviar el malestar del chico que parecía haberse tranquilizado a última hora.

Cuando me dirigí hacia su habitación estaba amaneciendo y apenas se distinguía algo del interior de la estancia. La claridad del cielo comenzaba a filtrarse por las persianas y una suave línea de luz atravesaba el umbral de la puerta. Una sombra, que se confundía con los muebles, fue tomando forma humana de una manera apenas perceptible y se fue aproximando hacia un pequeño bulto que sobresalía del interior de las sábanas. Una voz melodiosa tarareaba una nana intercalando algunas palabras como en susurros. A medida que mi vista fue haciéndose al claroscuro, pude apreciar que unas manos acariciaban con ternura la cabecita de aquel pequeño ser como sólo una madre sabe hacerlo. La paz del momento sólo se veía interrumpida por el suave jadeo de aquella criatura objeto de sus caricias y que denotaban su sufrimiento. Por un momento dudé si debía encender o no la luz, pero permanecí quieto y en silencio durante varios minutos. No deseaba turbar aquella bella escena de amor. Giré con suavidad el pomo de la puerta y salí hacia el pasillo de la planta del hospital.

Conmovido por la escena que había contemplado traté de serenarme para poder atender al resto de mis pacientes, pero no podía evitar la angustia que me invadía. Las últimas noches no lograba conciliar el sueño. El sufrimiento de Andoni y de su madre desgarraba mi corazón y quebraba la coraza que me había ido construyendo con los años de profesión. Insomne, me levantaba de la cama y, frente a la ventana, trataba de distraerme observando a los escasos transeúntes cuyas siluetas se dibujaban como fantasmas bajo la luz de las farolas mientras se encaminaban hacia sus casas. Luego, me sentaba en el sillón de la sala y ocultaba la cabeza entre mis brazos en un vano intento de esconderme de la mirada perdida de Andoni. Sus ojos se movían de una forma caótica y, aunque no podía verme, tenía la vaga sensación de que me perseguían y se fijaban en mi rostro. Nunca, nadie, había escuchado su voz.

A veces, gemía y lloraba; en otras ocasiones, en su rostro se esbozaba un gesto difícil de discernir si era o no de dolor. Deseaba convencerme de que, en su estado, Andoni no podía saber lo que le sucedía, pero tenía mis dudas y me preguntaba si quizá se expresaba de una manera distinta que no alcanzaba a comprender. Desconfiaba si la razón era, si no la única, sí el mejor modo de ponerme en contacto con los demás. Me resistía a creer que la riqueza de las emociones que sentía no tuviesen una mayor contundencia. Reconocía que el mundo de los sentimientos era difícil de comprender y de explorar, y que, a veces, era incontrolable, pero lo experimentaba con una fuerza e intensidad indecibles.

Era media mañana cuando me acerqué de nuevo a la habitación de Andoni. Su madre seguía susurrándole palabras de amor. La disnea había empeorado y todo parecía indicar que el fin estaba próximo. La tristeza volvió a embargarme hasta que ocurrió algo asombroso. Un rayo de sol se filtró por la ventana deslizándose entre las rendijas de la persiana. La luz y las sombras se proyectaban sobre el rostro del niño como si se tratara de un juego y, de repente, la maravillosa sonrisa de Andoni se instaló ante nuestros ojos. Hasta aquel instante, yo sólo estaba preparado para percibir su respirar desacompasado y ruidoso, su tórax deforme y ansioso del aire que, invisible, le proporcionaba el sustento vital que le permitía burlar un nuevo día a la muerte. Hasta entonces, yo sólo era capaz de ver cómo sus brazos inermes se movían al son de la tos y de escuchar unos sonidos guturales que sólo el amor de su madre sabía interpretar. Fue en ese momento cuando alcancé a sentir algo de sosiego. Su madre y yo nos sumamos a la sonrisa de Andoni y, aunque duró unos breves segundos, pude notar cómo aquel acontecimiento nos proporcionó la fuerza que nos permitiría sentirnos unidos frente al acecho de la muerte.

Este sencillo e inesperado milagro alivió el desconsuelo que se había apoderado de mí aquellos días. Me pregunté cuántos instantes en mi vida había conocido de semejante magnitud y belleza. De mi corazón afligido ante la cruda visión de aquel ser que exhalaba su último suspiro, brotó un sentimiento de piedad y de compasión que me enriquecieron como persona. No pude evitar cuestionarme cómo un ser tan profundamente discapacitado como Andoni lograba extraer la belleza que se escondía en mi interior. Comprendí que la mirada de mi alma era la que estaba enferma y que el amor de aquella madre por su hijo, unido al juego de luz y sombras que aquel rayo de sol nos había proporcionado, eran el remedio que Andoni me proponía para ayudar a sanarla.

A mi memoria acudieron algunos versos que Joan Margarit (1) había escrito durante la enfermedad y muerte de su hija.

A las once mirábamos
las gotas de la lluvia en el cristal
como si resbalaran por la noche.
La noche era una hoja de guadaña.

(1) Margarit Joan. “Joana”.
Ed. Hiperion S.L.
Madrid 2002.